miércoles, 24 de febrero de 2010

Kafka



Panegírico
Kafka

Muchas veces abrigué el sentimiento vano de participar un poco de eso en que debió consistir ser Kafka. Sabiéndome, a la vez, indigno de ello, Franz me resulta querido, querible y merecedor del primer panegírico. Los deberes escolares suelen ponernos en el pupitre a las desventuras de Gregorio Samsa. Apelo al capullo de cucaracha por resultar figura bien conocida. Eso podría definir qué era ser Kafka para Franz. Un muchacho muy alto, de ojos tristes y orejas abiertas con una salud débil. Un judío en Europa, que tuvo el azar prematuro de fallecer cuando ser judío en Europa se convirtió en faena por demás peligrosa: buena parte de la estirpe de los Kafka se extinguió en el Holocausto. Un muchacho judío que, para colmo, habla alemán en Praga, mientras los más hablan checo.

Aplicado hasta el fin, sigue el mandato paterno y tiene una carrera universitaria. Como muchos abogados antes y después, escribe en los ratos que roba a su empleo de asesor legal en una compañía de seguros. Podemos verlo inclinado sobre su escritorio, garabateando en grafía imposible bocetos de cuentos, llenando su diario, escribiendo cartas. Estas cartas nos han llegado: breves treguas atemperaban sus relaciones amorosas, los compromisos y las sucesivas rupturas de los noviazgos. La excepción, quizás, el franco y sereno diálogo de dos décadas con el amigo Max Brod.

Publica poco en vida. Algunos cuentos, un breve diario de viaje, capítulos de una novela, un cuento largo. Da algunas charlas, venciendo su inmoderada timidez. Vive en una época peligrosa: el mundo se arma para exterminarse. Con toda crudeza: debemos a la tuberculosis de Kafka la escritura de El proceso o El castillo. No resultando apto para el servicio militar se salva de morir de inanición o por la metralla en una trinchera en la Primera Guerra. Su tributo es escribir. Escribir para sobrevivir. Kafka sobrevive hasta 1924 cuando, joven aún, apenas pasados los cuarenta años, la enfermedad se lo lleva. Podemos imaginarlo en denodada lucha contra la esquiva inspiración, contra las palabras que no le vienen, con la audición exacerbada por la tisis, tosiendo y escupiendo sangre, llenando páginas y páginas de sus dos grandes obras inconclusas. Baños de sol, comidas forzadas, climas benignos. La lucha es en vano. Le encomienda a su amigo, en noviembre del 22, que ejecute la sentencia que le dicta para aquellos textos que no ha publicado: “Querido Max, quizá esta vez no vuelva a levantarme (…) todo lo demás que yo he escrito (…) sin excepción y de preferencia sin ser leído (…) todo esto ha de ser quemado sin excepción alguna y te ruego que lo hagas lo más pronto posible. Franz.”

En los últimos meses lo acompaña una mujer que corresponde a sus sentimientos. La desdicha, condición necesaria pero no suficiente para el artista. Falaz o no, Kafka es testimonio de este aserto. La saludable infidelidad de su mejor amigo –hasta en eso Franz fue desdichado- pone a esa obra literaria suya que nos resulta hoy tan ineludible, en un plano que su modestia hubiera rechazado con encono. Joseph K., K. o Gregorio Samsa eran, para Franz, lastres que sortearían su definitiva partida. Se cree indigno de ello.

“¡Como un perro! –dijo; y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.”