En “El cuento por su autor” (Página/12,
02/01/2015), Duizeide, explicando su cuento Distancias, nos refresca disimuladamente su plan estético de vida:
cuenta que buscando una nueva mirada en La Boca para el Proyecto Orillas que viene realizando junto con Fabiana Di Luca (www.proyectoorillas.blogspot.com),
dio con un lugar donde había amarrado hacia 1980 con el King o el Murature en
una de sus tempranas travesías. Debemos haber compartido navegación, porque yo
también me acuerdo de ese lugar que parece tan ajeno a Buenos Aires. Y que con
el peso de la herencia de tantas miradas que recorrieran La Boca, dio en
contemplar al botero que cumple el servicio La Boca-Isla Maciel (ahí también me
llevaron otras travesías, siguiendo a mi equipo de fútbol en el ascenso):
divagando, cayó en la cuenta que esa breve singladura, repetida ida y vuelta en
décadas, daba la sumatoria en millas náuticas de una vuelta al mundo. Y sin
salir del Riachuelo.
También la vida, la tierra, la
sociedad, la política, las ideas, el amor, los proyectos, los amigos, todo, se
puede narrar sin moverse del mar. Y en esto anda Duizeide desde hace varios
años. Y pareciera que por muchos más –acaso todos- no piensa moverse de ahí.
Como en esa canción de La Portuaria, donde el protagonista se propone mirar
todo el mundo desde ese bar de la calle
Rodney. Y, en esa “ciudad de brujas y
de asfalto, un puerto sin salida al mar” dice La Portuaria que “si navegar es tan preciso, hoy voy a
sentarme en el bar, a viajar, perdiendo el tiempo, perdiendo el tiempo yo voy
viajar.”
Eso es lo que hace el protagonista de
la novela, Martin Reyero, cuando acepta embarcarse como relevo del tercer
piloto en un cascajo flotante de bandera argentina, un granelero llamado Caleta Leona. Pasa su última noche en un
bar y perseguido por la melodía pegajosa de Lambada
(“Chorando se foi…”), embarca en ese sarcófago oxidado. Desfilan personajes
que son todos entrañables, salvo el primer oficial Daniel Ortiz, quien sin
embargo, para el entendido y a su modo, es apenas uno más de los inadaptados
que sólo encuentran un lugar en el mundo si es a bordo: “Para qué se habría casado Ortiz. Si conviene que nada ate a tierra a
un navegante. Para qué se casaría la gente. Si conviene no tener nadie a quien
extrañar. Para qué se habrían casado sus padres. Él se había prometido, para
siempre, soledad.” Especialmente querible es el tal Galleta, un piloto de tierra adentro que no forma parte de la
tripulación y que sólo es mentado en las remembranzas del protagonista, en
zonas donde el autor juega a su gusto sobre las fronteras de la ficción y la
crónica.
La novela-canción transcurre en cuatro
partes: Vísperas (largo); Singladuras (andante); La voz del escobén (scherzo); En la bahía (finale presto). Cada una, con
una portada ilustrada por Fabiana Di Luca. El listado extenso de
agradecimientos nos hace ver a un autor cuando menos amable y seguramente
bastante acompañado, a diferencia del solitario Reyero. El iniciado en la ya
importante obra de Duizeide podrá hallar en estas páginas una versión ficcional
de los temas desarrollados en Crónicas
con fondo de agua. Vidas secretas del Río de la Plata (2010).
Hace tiempo venimos señalando que se va
forjando un corpus de relatos y poesías de una época reciente que desafía a la
memoria del impaciente argentino de clase media, que hace de la uña encarnada
un cáncer del alma, y es tiranizado
cuando no puede comprar divisas para atesorar. Nos referimos a la década infame
del menemismo, que algún día habrá que explicarles a los jóvenes, como se
enseña la dictadura, porque también parece cuento. En esta misma sección
hablamos de lo arduo que era narrar el vacío que deja lo que se destruye, la
nada, los tiempos en que la ilusión era utopía privada; comentando los libros
de Gabriel Reches La Caja y La evolución – VERSION DOS decíamos: “¿Cómo narrar lo que no se hizo, el vacío,
lo que se perdió, lo que se dejó pasar, lo que se olvidó, lo que se esfumó
entre uno a uno, champagne y frivolidad institucionalizada?”
La canción del naufragio se inscribe en esta gloriosa épica:
narrar el obsceno vacío noventoso. El que se llevó la flota
mercante estatal mientras el Presidente decía que la Ferrari Testarossa es mía, mía, mía. Y el recuerdo de esa
flota, de esa Argentina, va a estar con él adonde vaya (va a estar con el ficticio Reyero, pero éste no lo sabe todavía a
bordo por entonces del Caleta Leona, como
ya lo sabe Duizeide en tierra, hoy en día). Y en el recuerdo de los barcos que
se malvendieron o se hicieron chatarra lloraremos, como al recordar a un amor
que un día no supimos cuidar.