martes, 15 de diciembre de 2009

Le mat


Yo los conocí, como los han conocido todos, en la calle, o en el subterráneo, o en la entrada de algún edificio público, haga frío, llovizne con insistencia o exuden vapor los cuerpos en los días húmedos del verano. Primero di con Patricio un día que no olvidaré fácilmente, porque venía de velar en un café los despojos de mi relación con Abril, le había dicho adiós por última vez, y aunque marchaba seguro por Florida hacia Plaza de Mayo rumbo a un trámite, mi paso era desganado y como de autómata compungido. Ni siquiera podía apreciar la multitud de porteñas lindas que en ese día de temprana primavera marchaban con sus hombros desnudos, sus pantalones negros ajustados y elegantes, y sus sacos en el brazo o colgados de las carteras, sofocadas por los primeros calores. Nada veía, la mirada ida y perdida, hacia adelante, cuando me sobrecogí primero y me fastidié después con el bochorno del canto desafinado- horriblemente desafinado- del loquito que terminó siendo Patricio. Era un grito, un graznar desconsolado, una provocación exhalada desde una mirada más ausente que la mía. Le cegaba los oídos el auricular de un walk-man y por eso supuse que cantaba. Hice un chasquido con la boca, como cuando algo nos molesta mucho -y eso me molestaba mucho- amagué decirle algo, pero no lo hice, y hasta bendije la distracción pasajera de mis penas.

Como Patricio caminaba más rápido que yo, tomó la delantera. A mí me dio por seguirlo, porque íbamos hacia el mismo lado: cada tantos pasos gritaba un canto como un lamento mohicano y alarmaba a quienes, desprevenidos, no se esperaban tal acecho. Al cabo tornó a aplaudir cada cinco pasos, y seguramente el ritmo de lo que oía le dictaba esas palmas escandalosas con que se hacía anunciar como un leproso. En Diagonal Norte yo doblé hacia la Plaza y él siguió de largo hacia Rivadavia.

En vano fatigué hileras de contribuyentes y golpeé con los nudillos mostradores demasiado acostumbrados a ser golpeados por contribuyentes exasperados. En vano clamé por el Libro de Quejas, inútil fue hacer desperezar al Jefe de Sección: nada pudo mover los engranajes de la administración esa tarde. Salí. A una cuadra de allí conservaba su estudio centenario el influyente doctor Ismael Rodriguez, el representante consular de Ranchos en la Capital, a quien quería interesar en un largo pleito por unas tierras litigiosas que reclamaba un cliente mío en una herencia, para que alegara por sus derechos en su discurso anual por la fiesta patronal del pueblo.

Me hice anunciar y aguardé en la sala de espera, entre timadores, jubilados y nerviosos deudores morosos.

Un grito y unos aplausos me llegaron de adentro, como confirmando que Buenos Aires es todavía una gran aldea, un mundo que es grande como un pañuelo, porque aún podemos cruzarnos dos veces a la misma persona en el mismo día y no asombrarnos por ello. Al ratito salió el loco, y gritando y aplaudiendo cruzó el umbral. Rodriguez vino a mí como si nada, jugando entre sus manos con un pisapapel esférico de vidrio, sonriendo.

- ¿Qué dice, doctorazo?

Yo intenté durante un rato llevar una conversación que luego de las cortesías condujese hacia la segura influencia de un párrafo mío en un discurso suyo, pero la perplejidad me vencía. Quizás para Rodriguez fuese corriente atender gente que venía a gritar, o quizás gritase él también a la gente que venía a ser atendida. Lo cierto es que abandonando por un momento mi abogar le pregunté por el loco.

- Se llama Patricio. Viene todos los meses a pagar una hipoteca. Me lo manda la abuela. Un relojito.
- ¿Y llega bien, no se pierde?- pregunté, con algo de zoncera.
- No sabe sumar ni restar. No entiende los números. Llega con un sobre con el cambio justo y se vuelve con el recibo.
- Ah…
- Me parece que está con los cables pelados -Rodriguez era de la época en que era un modernismo decir cables pelados- algo colifato- (otro neologismo). Pero no hace mal a nadie.

Y con un martillito de madera de rematador que hizo sonar contra la bola de vidrio, dio por terminada nuestra sesión.

Bien, dejemos ahí por ahora a Patricio hasta que volvamos a él y desviemos por un momento la atención hacia Jacobson. Seguía yo frecuentando despachos -esta vez oficiales- siempre buscando inclinar la balanza de la razón hacia el lado del heredero que defendía con mis mañas y artimañas. Haciendo sala de espera (cuándo no), vi pasar por primera vez las luengas barbas rojas de Jacobson quien, desoyendo todas las reglas de la cortesía (no le preocupaban) reclamó por su derecho de peticionar a las autoridades preguntando por el Señor Subsecretario:

- ¿Se lo puede ver?

Yo iba a levantarme para decirle que estaba antes y, antes que nada, que mi ociosa e infecunda media hora de sala de espera me daba prelación en el ingreso al Público Despacho del Señor Subsecretario, cuando su secretaria privada (en rigor, solo una chica bonita que hacía las veces de secretaria) le obsequió un desganado si y franqueó así las puertas de La Influencia.

A los quince segundos salió Jacobson. Escuché íntegra la conversación:

- Buenos días…
- Buenos días, Jacobson. ¿Cómo andás?
- Bien, bien.

Como era descortés (o incortés, mejor dicho) dejó la puerta abierta y pude verlo repetir la operación con su voz cavernosa en la antesala del Director Adjunto y luego en el despacho del mismísimo Señor Ministro.

- Ah, ese muchacho… - dijo el Subsecretario- … no le hace mal a nadie y es un leal correligionario.
- Pero tiene acceso franco a todos los despachos…- envidié.

El Subsecretario rió con ganas.

- Le gusta saludarnos a todos. Nos saluda y se va. ¡Y ahora que somos gobierno tiene un trabajo bárbaro! Cuando somos oposición se le acotan mucho los saludos y termina rápido la ronda. ¡Pero ahora!

El heredero de los campos de Ranchos, las obligaciones sociales y los cordiales mates que cebaban en el estudio del doctor Rodriguez me llevaron de nuevo a la calidez de su despacho revestido de maderas finas. En vano agucé el oído en procura de gritos o aplausos pero, como mi anfitrión era de la oposición, nadie acudió a saludarlo. Y mi disposición a tales extraños encuentros no era vana, porque una vez más di con Patricio en un semáforo de Bartolomé Mitre y Florida, y otras tres con Jacobson en sendas antesalas de un diputado, del Secretario de Hacienda y otra vez en lo del Señor Ministro. Esta última vez me miró, como quien mira a un viejo amigo que quizás no lo recuerde a uno y, casi disculpándose, para sus adentros, como probándome, me dijo:

- Buenas tardes.

Respondí con cordialidad, y desde entonces he temido hallarlo a las puertas de mi estudio, verlo aparecer franqueando el acceso en los momentos más inoportunos para espetarme su "Buenas tardes" cordial, gangoso y gutural.

Fue por esos días que el descontento social creció. Se acusaba al Señor Ministro de no sé qué negociado, o quizás sólo de inoperancia, y se había vuelto muy impopular. Lo recuerdo bien porque fue la misma época en que nos reencontramos con Abril, nos prometimos evitar los mismos errores de siempre, nos propusimos disfrutar unos días de pasión, cometimos los mismos errores de siempre y volvimos a decirnos adiós por última vez.

Me di vuelta para verla salir de mi vida después de ese adiós cuando una boca gruesa enmarañada por una mata roja profirió un inapropiado "Buenas tardes". Abril se perdió en la Plaza de Mayo y yo partí, lagrimeando, hacia la 9 de Julio. No respondí al saludo.

Fue por esa congoja que no presté atención a algunos grupos de personas de gesto airado que iban agrupándose en la Avenida de Mayo, en las ochavas de las esquinas. Se formaron espontáneos corrillos que a poco degeneraron en mítines. No tardaron en aparecer las cachiporras y las cadenas, y el clamor del pueblo exigió poner a rodar cabezas de gobernantes. En medio de eso, sin más partido que mi corazón partido, vime envuelto en furiosa multitud que a duras penas podía ser controlada por las brigadas antimotines y, a fuerza de gases, dispersada hasta mejor ocasión. Llorando -la excusa eran los gases- busqué refugio en el vecino escritorio del doctor Ismael Rodriguez para recomponerme y recuperar aplomo y aliño, y quizás para hacerme convidar unos mates.

La puerta estaba abierta. A la usanza campestre, saludé:

- ¡Ave María Purísima!

Como nadie añadiera: "Sin pecado concebida", malicié que algo raro habría y entré en medio de mil precauciones.

Reinaba el más completo desorden. Libros de actas, biblioratos y códigos yacían por el piso. Puertas abiertas, ficheros volcados, tinteros y secantes dispersos sugerían lo peor. De Rodriguez, ni noticias.

- Oiga, Señor Cónsul. Soy yo…

Nada. Crucé un par de puertas, evité unos vidrios rotos e insistí llamando al doctor.

Lo hallé en un pasillo oculto que alguna vez me había franqueado, blandiendo el martillito de madera, agazapado detrás de unos carteles y banderas rojas de remate.

- ¿Ya se fue?
- ¿No me ve? No me fui, aquí estoy.
- No, si se fue ese lunático. ¡Un loco de atar!

No entendía; le ayudé a incorporarse.

- Ese muchacho, Patricio. Vino, pagó la hipoteca, agarró el recibo y la emprendió a golpes con todo. Lo primero que vio fue ese pisapapeles de mis ancestros, esa bola de cristal y entró a darle a todo con eso. ¡Hasta me quería dar a mí el sinvergüenza! ¡Lo voy a mandar meter preso a ese pelafustán!

Por un momento no supe a qué atribuir ese cúmulo de desdichas, hasta que vi con demasiada claridad que nunca hay casualidades, sino un plan calculado en el que todos somos piezas de relojería. Todos, aún las piezas más desgastadas.

- Venga, Rodriguez, que en el camino le explico.

Tomó su saco y no soltó el martillito. Golpeó con él la madera del escritorio principal y exclamó:

- ¡Allá vamos, carajo!

Todo era claro para mí. El descontento aún se palpaba en las calles, la policía todavía estaba entretenida en detener sospechosos de rostros crispados y descuidaba los rostros más amables o más extraviados. Previsiblemente, no nos dejaron pasar, pero Rodriguez hizo valer sus fueros:

- A un Cónsul no se le cierran las puertas, canejo. ¡Qué descortesía es esta!

Algunos custodios insensibles al delicado incidente diplomático que estaban principiando, tomaron de las solapas a Rodriguez y ni prestaron atención a los graznidos de Patricio que por sus retaguardias franqueó el acceso hacia los cálidos despachos oficiales. Unos leves martillazos en las rótulas, unos gritos bien dados ("Soy un cónsul, carajo"), otros también bien dados ("¡Y yo vengo con el Cónsul, caramba!") terminaron por despejarnos la entrada. Yo conocía el camino, todos esos pasillos y salas sabían de mis gestiones y mis pasos nos guiaron hacia el despacho del Señor Ministro. Jacobson, al paso noble, se acercaba a las puertas de Su Público Despacho en procura de un inocente saludo que nunca se le negaba. Crucé la puerta que va de la salita de espera hacia la antesala y allí, en ella, vi a Patricio sentado, extrañamente silencioso, acariciando la bola de vidrio. El plan era claro: Jacobson franquearía las puertas, como siempre, y Patricio franquearía el cráneo del Ministro hacia sus excelentísimos sesos. Sin más orden que un espontáneo impulso, dividimos tareas:

- ¡Te voy a dar, tunante!- clamó Rodriguez, martillito en mano y en busca del pisapapel perdido.

Yo corrí hacia Jacobson y le hice un tackle, por todos los medios quería evitar su saludo al Señor Ministro.

- Salí, salí de acá -gangoseó.

Los guardias de la puerta, algo resentidos con Rodriguez, nos redujeron a los cuatro. Como todo loco de atar, Jacobson tenía la fuerza de tres hombres juntos. Patricio sólo dejó de aplaudir el rostro de Rodriguez cuando fue esposado. A la media hora todo estaba en claro, a la hora y media el Ministro nos agradecía con efusión haberle salvado del atentado y a los tres días éramos condecorados por el Congreso con una mención honorífica al heroico valor civil. Insinuamos agradecer cualquier estipendio en metálico que se nos quisiera dar, pero nada distrajo al Señor Ministro de su apretada agenda. Hasta uno de los custodios que no nos había querido dejar pasar tuvo el tupé de pisarnos, al descuido, y de no pedir disculpas.

- Hay que mandarlos al Vieytes a esos dos, con chaleco de fuerza y electroshock.
- Si que estuvo buena esta, doctor - le dije- Nos volvemos a ver un día de estos.
- Pásese a tomar unos mates una tarde de estas. Será bienvenido.

Desandaba mi camino por Florida cuando a mis espaldas la misma voz que desafinaba una canción de Sabina me saludó, no sin sorpresa mía:

- Buenas tardes, señor.

Era Abril. La miré, como quien mira no a uno, sino a dos locos, y seguí de largo. No le respondí. ¡Venir a saludarme, a mí, después del último adiós!

(junio de 2001)

lunes, 30 de noviembre de 2009

Contra la corriente


Contra la corriente
(Juan B. Duizeide, Grupo Editor Mil Botellas, 2009)

No queda más remedio que coincidir con el autor y los editores: al presentar el libro en público insisten en la ausencia de una tradición náutica en la narrativa argentina. Un país de extensas costas es, no obstante, un país sin autores de temas marinos. Tratando de forzar el paralelo, encuentro autores de narraciones fluviales: pienso en la presencia del río en un autor como Horacio Quiroga. Pero ya le estoy haciendo trampas al asunto: ¿Quiroga es argentino o uruguayo? ¿Navegar en el río es lo mismo que navegar en el mar? ¿Acaso contamos con autor argentino en alguna nómina que contenga a Conrad, Stevenson, Melville o Salgari, por nombrar disímiles plumas?

De manera que el primer laurel de estas narraciones es ingresar en mundos inexplorados por los autores nacionales.

El autor elige salir de espaldas en la foto de la solapa. Se conoce que así se avanza en la navegación a remo: doce hombres de espaldas a la proa hacen avanzar a una falúa. La mirada puesta en la pala de los remos, en el timonel, en la estela sobre el agua. Nunca en la proa. Se avanza de espaldas. Dicho en el idioma de los argentinos: Duizeide la rema.

Y la rema bien. Es un remador. No solamente es un inspirado –que duda podemos conservar, luego de recorrer dos páginas cualesquiera de cualquier cuento- sino que es un trabajador de la palabra. Ninguna está porque sí. Tampoco sobran. Todo está en la dosis justa; lo cual, en términos literarios, implica reticencia. El autor calla más de lo que dice: uno abriga esa placentera angustia de percibir que en las tinieblas hay movimientos que no se ven. Una brisa en el rostro nos delata la presencia fantasmal de lo que no se dice. Lo que se calla tiene la misma entidad que la palabra dicha. No se pueden leer estos cuentos sin evocar el espíritu de Henry James.

Abocado a la lectura del índice de los cuentos, hallamos que su número infringe las supersticiones náuticas: son trece. Un patrón común iguala a estas narraciones: las pueblan navegantes de travesías truncas, de derrotas imposibles, de singladuras pretéritas, de vanas vueltas en círculos, de zarpadas inminentes. O personajes de esos que son tributarios del mar: guardavidas, mujeres que esperan a hombres de mar, y aún los mismos despojos del naufragio o de macabros aviones (como en Los grandes secretos, versión apenas retocada por el autor del capítulo Ella y él de su novela En la orilla.)

Hay situaciones intolerables, como algunas que bien sabe construir Kenzaburo Oé: debí dar vuelta presuroso la página apenas terminé de leer Sicigia. Me fue imposible proyectar un final que prodigase alivio. (Ya que mencioné a Quiroga: este cuento me trajo a la memoria La gallina degollada, no sabría decir por qué.) El poeta que habita a Duizeide está presente en ese lírico estertor de la mujer en Estaciones, pero también está en Regreso, el viaje postrero del Capitán Dieusayde, o en la naturaleza que acompaña al navegante cuando ha quedado solo en el puente (Agradecimiento). No está ausente la poderosa denuncia, sobre todo cuando menos explícita parece: si Desguace narra las remembranzas de marinos sin trabajo que desarman un barco radiado, el título y dos o tres palabras puestas como al azar nos están gritando una condena al desguace del Estado, que se llevó también nuestra flota mercante. La esperanza no se pierde: El tripulante del Albatros aguarda con paciencia la prescripción adquisitiva treintañal para salir con su barco, otra vez, al mar.

Contra la corriente, además de narrar el primer día de un pilotín mercante en su primer barco, es el título del volumen. Navegar contra la corriente es arduo; a motor, a vela o remando de espaldas. Lo que cuenta es la proa, meter la proa que desafía a la corriente en contra. Duizeide, que entre las lecturas de Conrad y Melville de la infancia y sus años de marino mercante de la adultez, ha experimentado una adolescencia de barcos grises con cañones silenciosos, aguas dulces y gritos marciales, conoce el preciso significado que posee en éste ámbito la insolente conjunción de las palabras meter proa.

Subordinando la acción al pensamiento, con lírica armonía, con la palabra y el silencio, Duizeide mete proa contra la corriente.

Daniel Ortiz

lunes, 23 de noviembre de 2009

Los cuentos del Tarot


Una tarde de domingo de 1995 vi sobre una mesa un mazo de cartas de tarot que había quedado junto a mi cuaderno luego de responder algunas preguntas o dictaminar un destino. Admito mi escepticismo sobre la idoneidad de las barajas para tales menesteres.

Di vuelta una carta, al azar: salió "Le Pendu", y en verdad, yo por esos días sentía la asfixia del ahorcado, así que escribí lo primero que me vino a la mente a la vista de ese naipe. Salió un cuento breve. Repetí la operación: descubrí "La Justice" e inmediatamente le compuse otro cuento.

Al mes retomé la faena, siempre respetando la espontaneidad de la primera inspiración a la vista del naipe. Esa fue la única regla, escrupulosamente cumplida: debía escribir sobre la primera idea que viniera a la mente al ver la figura del arcano. O su título. Si no venía una idea de inmediato -porque eso ocurrió varias veces- entonces, dejaba flotando en mi cabeza el arcano y cuando venia algo lo escribía. Pero no le hacía trampas al tarot, cambiando el naipe o extrayendo otro y dejando para después el pendiente. No continuaba con otro naipe hasta no escribir sobre el anterior extraído.

Obvio es decir que con tales reglas no todo lo que está escrito me satisface, y aún lo que alguna vez me ha satisfecho puede no resultarme grato hoy o mañana. Pero descubro con placer que algunos pocos relatos están logrados. En este ejercicio, se ha antepuesto la forma al fondo. Con la conciencia de las limitaciones de tal proceder. Es como si nos propusiéramos pintar un cuadro sólo con el color verde, o sin utilizar líneas rectas. Quizás salga una pintura notable, quizás llenemos telas con mamarrachos. Algo así puede ocurrir con estos relatos o poesías; pero, como ven, los caminos de la creación literaria son vastos y descansan aún en la pequeñez de un mazo de naipes olvidado sobre una mesa. De todos modos, no aliento una estética -en ningún arte- fundada en el culto a las formas: en el teatro esto es más notable y, por difundido, penoso.

Hacia 2001 escribí el último relato, completando así los veintidós arcanos mayores del tarot. Han sido publicados hasta ahora solo dos en la web (véanse sus enlaces a la derecha): L´Empereur y Le Judgement. El resto permanece inédito, a la espera de publicarlos (si no me arrepiento antes) en un mismo volumen. Casi todos son relatos, hay unas pocas poesías y uno de esos relatos, el más extenso (La morte), ha sido convertido casi literalmente en una pieza teatral breve, aún sin estrenar (La última noche), pero de difícil puesta en escena.

Iré publicando algunos en el blog, con la imagen del arcano que los inspiró.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Primeras invenciones


Considero que mi primera publicación se dio en mayo de 1997, cuando la revista Para entender a Borges, una publicación mensual del Profesor Héctor Omar Saldaña, dio acogida a mi cuento Maestro en su página 14. Eterna gratitud a quien recibió por correo postal -no email- mi relato y porque le gustó, lo publicó.


Pero hay una prehistoria de publicaciones anteriores que vengo a exhumar. Soslayaré a propósito una multitud de escritos que se dieron -en el decenio 1984/1994- en periódicos partidarios, panfletos, plataformas electorales, o bien reportajes, cartas de lectores y similares, además de algunos textos jurídicos para la cátedra. Mas trataré de recordar ahora pequeños logros que jalonaron la siempre deseada publicación de la propia obra en letras de molde.


En 1992 el periodista Martín Sanchez procuró alentar el sueño de la revista propia y alcanzó a sacar dos números de una publicación: Al margen. Pidió colaboraciones a los conocidos y le acerqué una carilla titulada ¿Democracia o Tevecracia? Dos párrafos fueron publicados en el N° 1 de marzo.


Estos párrafos estaban extraídos de un pequeño bosquejo de ensayo. No de narrativa. Hay que ir un poco más atrás para encontrar otro testimonio -siempre en cuentagotas- de publicación estrictamente literaria. La revista Juegos para gente de mente organizaba un concurso permanente de cuentos breves, de hasta doscientas palabras. Con ese estímulo me largué a la producción de relatos breves. Pero la decepción me embargaba número tras número al ver que mis relatos no solo no ganaban, sino que ni merecían comentarios. No me rendí y al final, en el N° 33 de junio de 1983, Gloria Pampillo tuvo a bien publicar -en una antología de fragmentos de algunos cuentos enviados- un párrafo de mi relato El pescador, que jamás recogí en ninguna otra publicación (y para eso está este blog).


Sin embargo, el año anterior había disfrutado de una extensa publicación. En quinto año, nos tocaba editar una publicación colectiva que recogiese nuestro paso por el Liceo Naval. Proa al mar había sido, en sus comienzos, una revista periódica que además del quehacer del Liceo, recogía artículos literarios o históricos. Con el tiempo, viró hasta convertirse en un anuario que reflejaba el paso de cada promoción por sus aulas. Por un resabio de tradición, se aceptaban algunas colaboraciones literarias. Pero uno de los ejes centrales lo constituían las biografías de los egresados, redactadas tanto en un tono general de solfa como en el hermético argot liceano. En la de mi promoción publiqué veinte de las sesenta biografias. Resultó que di en escribir una con algún ingenio en su estructura (una junta de dioses del Olimpo deciden el futuro de los hombres, entre ellos el de un compañero mío) y de allí en más llovieron los pedidos. Claro que escribiendo a demanda, contra reloj, en medio del relax general por el egreso inminente, la calidad era despareja. Pero varias páginas de esa Proa al mar llevan mi firma, algunas en colaboración.


Para completar esta reseña de primeras invenciones, valga mencionar a la primera biografía que escribí (también en colaboración) en la página 47 de la Proa al mar de 1978: la inocente semblanza, entrañable, que un joven de trece años podía hacerle a algo así como un hermano mayor de quinto año. En esa misma revista hay varias páginas de Charlie Feiling que no han sido publicadas en ningún otro lado.