jueves, 4 de noviembre de 2010

El gremialismo según Bustos Domecq


Me he cansado de recomendar en vano las Crónicas de Bustos Domecq, notable pieza de ironía del tándem Borges-Bioy Casares. Hasta he cometido la imprudencia de prestar mi ejemplar. De nada sirve: ha vuelto, y la compungida expresión de mis interlocutores acompaña a esa nutrida paleta de muecas con las cuales –so pretexto de no saber leer a dos autores semejantes- me farfullan inapelable veredicto condenatorio.

Voy a intentarlo otra vez más con ustedes. El libro consiste de veinte artículos que comentan expresiones de arte moderno o ensayos intelectuales, escritos por un ficticio H. Bustos Domecq. Les diría que, aún, los artículos son halagüeños de cada expresión artística. Pero uno puede apreciar, en su esplendor más craso, la magnífica ironía de un dúo que escribía como uno solo. A mi me resultó siempre un enigma entender cómo se puede escribir tan bien de a dos.

El gremialista es uno de esos artículos. Bustos Domecq se propone dar a conocer la obra del Doctor Baralt, consistente en seis volúmenes titulados Gremialismo (1947-54). Nadie los ha leído. Pero hay un laureado Análisis escrito por Cattáneo, basado en las primeras nueve páginas del prólogo de Baralt –lo más que pudo leer del mamotreto- en el cual se basará para escribir su artículo. A fuer de meticuloso, Bustos Domecq acude al testimonio de primera mano: ”al examen prolijo de la mole, hemos preferido el impacto conversacional, en carne viva, con el cuñado de Baralt, Gallach y Gasset.”

Entonces Bustos Domecq nos introduce en la tesis del gremialismo de Baralt. “El género humano, me explicitó, consta, malgrado las diferencias climáticas y políticas, de un sin fin de sociedades secretas, cuyos afiliados no se conocen, cambiando en todo momento de status. Unas duran más que otras: verbi gratia, la de los individuos que lucen apellido catalán o que empieza con G. Otras presto se esfuman: verbi gratia, la de todos quienes ahora, en el Brasil o en África, aspiran el olor de un jazmín o leen, más aplicados, un boleto de micro.”

Añade Bustos Domecq: “El gremialismo no se petrifica, circula como savia cambiante, vivificante (…) El mínimo gesto, encender un fósforo o apagarlo, nos expele de un grupo y nos alberga en otro.”

Esta perspectiva resulta visionaria: ¿a qué clasificar a los obreros en las pétreas categorías de lecheros, carteros, soderos, albañiles? Cada vez que se montan sobre los muchos ejes de un camión son obreros camioneros. Al bajarse, son esposos, obreros hinchas de Racing, asadores domingueros, obreros deudores, y a veces vuelven a ser obreros lecheros o soderos.

Bustos Domecq, sin consentir categorías marxianas, se percata de las derivaciones antagónicas de los postulados del gremialismo de Baralt: “No cerremos los ojos a los inevitables brotes de pugna, que la benéfica doctrina provocará: el que baja del tren asestará una puñalada al que sube, el desprevenido comprador de pastillas de goma querrá estrangular al idóneo que las expende.”

Es que el sujeto desprevenido que ahora es comprador de pastillas de goma, culminada la faena, torna a integrar la categoría de propietarios de aserraderos que acaban de comprar pastillas de goma. Y el idóneo que las expende, es arrastrado al escalón de los dependientes de tienda de golosinas que resultan estrangulados por los clientes de su empleador. Y así la lista puede seguir hasta el infinito, según el plan de Baralt que –hacia el final del artículo- nos anticipa Bustos Domecq: compilar una lista de todos los gremios posibles. Hipótesis que nos sumerge en similares paradojas que la de Aquiles y la Tortuga. “Obstáculos no faltan: pensemos, por ejemplo, en el gremio actual de individuos que están pensando en laberintos, en los que hace un minuto los olvidaron, en los que hace dos, en los que hace tres, en los que hace cuatro, en los que hace cuatro y medio, en los que hace cinco… En vez de laberintos pongamos lámparas. El caso se complica. Nada se gana con langostas o lapiceras.”

Ponemos manos a la obra: pensamos en los obreros ferroviarios o en los camioneros. En los obreros ferroviarios, por ejemplo, que recelan del patrón y en los que lo consienten con mansedumbre. De aquellos que recelan del patrón, pensamos en los que deciden combatirlo y en los que se resignan. De los que deciden combatirlo, en aquellos que se sindicalizan y en aquellos que se deprimen aislados. De los que se sindicalizan, en aquellos que asumen posturas combativas y las mantienen, y en aquellos que van cejando en el combate. De los combativos, en los que consiguen ser reelegidos al frente de sus gremios y en los que no. De los que consiguen ser reelegidos, en los que ya no recelan del patrón y en los que siguen recelando pero se van conformando. De los que ya no recelan, pensamos en los que prefieren ser patrones y en los que no consiguen dejar de ser obreros. De los que prefieren ser patrones, en los que eligen combatir a los combativos que se quieren agremiar y en los que se ponen al servicio de los que combaten a los combativos que se quieren agremiar. La enumeración dista mucho de ser completa.

Al final del camino, algunos agremiados son muy vivos, y otros, como Mariano Ferreyra, están muertos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Palabras apropiadas y palabras recuperadas

Wordle: palabras apropiadas


Hay una lucha cotidiana que todos realizamos, con poca o ninguna consciencia de ello. Y el objetivo de esa lucha son las palabras.

Hablamos mucho, a veces decimos algo. Para eso utilizamos palabras. Y cuando utilizamos las mismas, hallamos que pocas veces decimos lo mismo que dice el otro cuando las emplea. Les damos otro sentido.

Lo que es peor: las escuchamos sólo con nuestro propio sentido. El ejercicio de ponerse en el lugar del otro para captar el significado que éste le asigna a sus palabras es pocas veces recorrido. No existe alteridad en nuestros diálogos, no consideramos al otro como receptor: nos detenemos ante el emisor, y pretendemos que éste siempre sea uno mismo.

Por cierto que de esta manera, mientras emisor y receptor coincidan en el significado de sus palabras, no habrá conflicto comunicativo alguno, y podremos hablar mucho, comunicarnos poco y decir nada, bajo la apariencia de haber mantenido un gran diálogo.

Quienes a través de la propiedad privada de los medios de comunicación masivos jalan los grandes hilos de la formación del discurso de las masas, conocen esto a la perfección y se valen de ello. Para mantenerse en dicha propiedad, para acrecentar sus ganancias, para forjar un sentido común en las palabras que sea útil, por ejemplo, para inventar demandas en el mercado que -luego- requieran mercancías o servicios para abastecerlas que necesiten, a su vez, publicidad en esos medios.

No les importa tanto qué se diga, como que todos entiendan que, lo que se dice, significa determinada cosa y no otra.

Así, se procura consolidar un único significado para cada una de las palabras. El más craso, el más llano, el más binario, el que menos trabajo intelectual implique comprenderlo. De este modo se educa a las masas desde los medios masivos de comunicación modernos.

El trabajo del intelectual es el de alertar sobre este mecanismo. Pero su voz es raramente escuchada en el desierto donde predica, las más de las veces, en lengua extraña.

A veces sucede, entonces, que rompiendo el cerco y en inusitados arranques de sabiduría espontánea, las masas se enfrentan abierta e inorgánicamente contra esos significados consolidados por el Otro.

Se me ocurren muchos ejemplos, pero pongo uno. A falta de mejores argumentos –que los hay a raudales- para ofrecer oposición a la acción gubernativa de la actual Presidenta, las clases media y media alta la han apostrofado con un apelativo que, precisamente, le niega su calidad de Otro al rival político. Lo cosifica, pues un animal es jurídicamente una cosa, no un Ser, un Otro. La Presidenta no es una mujer. Es una yegua. Con minúsculas.

No hace falta explicar más. Como el tirano prófugo, como la negrada, como el subversivo, con decir la yegua ya está todo dicho.

Como reacción ante esta pronunciada falta de imaginación política, los partidarios de la acción de gobierno han optado por el mecanismo más simple para repeler esta invectiva. Y la iniciativa la han tenido, de entre estos partidarios, sus mujeres: asisten a las marchas de apoyo a la Presidenta luciendo unas sencillas remeras con su efigie y la leyenda: Somos todas Yeguas.

Las chicas han realizado un notable acto de lucha en el terreno simbólico con el cual han obtenido una victoria: se han apropiado del significante. Han abortado el sentido peyorativo que la palabra tenía para los forjadores de la invectiva y lo han retrovertido en un término que les otorga un sentido de pertenencia con sentido positivo. ¿Nuestra Presidenta es una yegua? Entonces, somos todas yeguas.

Fuera del ágora, similares ejercicios han realizado los simpatizantes de River o de Boca cuando han recuperado con orgullo, como emblemas identificativos propios, los insidiosos motes de gallinas o bosteros.

Hay otras palabras que nadie quiere aflojar: revolución, democracia, república, ciudadanía, igualdad, libertad, etc. que suelen arrojar más confusión que certezas cuando se las emplea.

Respecto de otras, cierta línea discursiva se las ha apropiado dotándolas de un sentido unívoco funcional a determinado escenario combativo: es el caso de las palabras seguridad e inseguridad.

En otros casos, asistimos a frustrados embates por la apropiación: nadie se traga que un genocida es un preso político.

Se opera en el terreno simbólico, entonces, un proceso de apropiación del significante (que bien puede ser visto también como de resignificación), unido a otro de recuperación del mismo, cual estandarte que cambia de manos en el fragor de la batalla.

Postulo, entonces, que la lucha en el terreno de las palabras persigue como meta la apropiación del significante.

Es por eso que no es lo mismo cuando un medio de comunicación utiliza las palabras apropiación y recuperación (de rentas extraordinarias, de costos laborales, por ejemplo), o cuando otros utilizamos las palabras apropiación y recuperación para referirnos a nietos, fábricas o memoria. Precisamente, de lo que quiero alertar, es que el sentido lo pone quien se apropia del significante y mientras dure su señorío, razón por la cual la vigilancia ha de ser perpetua.

miércoles, 7 de julio de 2010

Himura


Ha llegado al Río de la Plata Tiempos de vida hostil, último disco de Himura, bajo el colectivo musical de Mago Fermín y la producción de Moflete Humano 9. La cubierta anuncia que Mario presta su voz a la banda, y que la secundan con sus acordes Edu (bajo), Jorge y Natxo (guitarras) y Luismi en la percusión. He tenido un día feroz, y me apoltrono para escucharlo.

* * *

Yo tengo una mujer, que tiene una sobrina, que de tanto vivir en España habla como española aunque es argentina, y ella tiene un chico (un chaval) que es español y habla como español, pero de tanto noviar con una argentina, ha dado en ser hincha (aficionado) de Boca. Y así, por relación transitiva, ambos se han convertido en mis sobrinos.
Pues bien: de visita ellos en nuestras tierras he invitado a este sobrino a mi casa, lo he sentado a mi mesa, y ha honrado una cerveza marca Quilmes, que bien puede llamarse Zaragoza.
- Encantado: me llamo Mario.
“Tiene voz para entonar boleros”, pienso, alertado por mi mujer de que el joven es músico.
Convengamos que a pesar de tanto aire cosmopolita, los argentinos somos provincianos. Somos de una provincia a extramuros del mundo. Nos dejamos guiar por las hueras apariencias.
“Es raro que con tanto piercing no ande sangrando por la vida”, le confío, en un aparte, a mi mujer, la tía.
Ella acota que no es capaz de distinguirle los tatuajes de la piel de los estampados de su campera.
Luego de algunas cortesías y cumplidos, se sientan a la mesa.

* * *

Leo en la cubierta el candoroso agradecimiento al Sapo Pepe. “Esto es alentador. Grave hubiera sido la evocación de Gaby, Fofó y Miliki.” Suenan los primeros acordes y de inmediato oprimo el stop. El control remoto vacila: las pilas están cansadas. Opero manualmente el stop, sobresaltado. Mi equipo es viejo, ha de andar mal. Sólo he oído algunos rugidos, más un ruido como de motores de avión fallando, y la pista 1 ha dado paso de inmediato a la pista 2. Se ha producido un salto. Alguna pelusa, nada que un soplido no pueda remediar. Vuelvo a poner el disco. He tenido un día feroz y sólo la música me podrá distraer. No quiero pensar.

* * *

La cena transcurre a la luz de la luna y de los faroles, bajo constelaciones de estrellas distintas a las que engalanan los cielos españoles. El detalle no le pasa desapercibido a Mario, quien musita al oído de su enamorada algún requiebro. Alcanzo a escuchar que esos cielos son tal como ella se los ha sabido contar, como le ha narrado muchas veces que eran los cielos de su temprana infancia.

- Pues yo no te he dicho nada de eso.
- Mujer ¿quién si no tú? ¿Quién habría podido hablarme de los cielos del hemisferio sur sino tu, cariño?

Mi mujer –su tía- está encantada. Mario es un excelente partido.
Quizás nuestra sobrina casi siempre piense igual, pero no mientras monta en cólera.

- Yo no he sido. Por eso me pregunto: ¿quién puede haberte dicho semejante gilipollada? (semejante boludez).

Mario posee un carácter que funde a los modales de un inglés, el donaire de un parisino. No prescinde en nada de esa galantería tan española. Una leve sonrisa flanquea sus palabras que adivinamos conciliadoras, a duras penas escuchadas entre los reclamos de su prometida, unos growls de lo más afines a alguna pieza de brut death metal.

* * *

Por un instante me tranquilizo, porque mi equipo no anda mal –y eso permite olvidarme de gastos y diligencias con el técnico- pero la evidencia de la absoluta fidelidad del sonido escuchado, me fuerza a desplegar el folio con los textos de las letras.
Vudú y Virus están cantadas en castellano, pero con una dicción tan universal que un albanés podría considerarlas también expresadas en su lengua madre. Un torbellino de riffs y blast beats machaca, arrolla, atropella, centrifuga, demuele, frenetiza, despierta a los dormidos.
“Ya no controlo mis movimientos...” “Vomitarás tu propio cuerpo.”
Adiós a la distracción y adiós al no pensar.
He tenido un día feroz.

* * *

Finalizado el incidente conyugal, principia uno legal. Rosario, le pide a su flamante primo que, dado que es músico, le cante “El sapo Pepe”. Como él lo sabe cantar.
Procuro alertar a Mario que una candente puja tribunalicia puebla los titulares de las revistas infantiles: tanto Pipo Pescador como una tal Adriana reclaman la autoría del hit. ¿Para qué agregar a un tercero en discordia?
- Soy apegado al estricto cumplimiento de las leyes. Conduciendo, no tomaría una calle de contramano jamás. Menos aún en Buenos Aires.
Un legalista.
Rosario nada sabe de argucias de leguleyos e insiste en una nueva versión del Sapo Pepe.
Explico a Mario que la canción narra la respuesta repetida –hasta el hartazgo- que un sapo llamado Pepe le brinda a todo lo que le dice el dueño del jardín. A todo lo que se le propone, Pepe sólo “salta y salta”.
- Los niños gustan de la reiteración de sus ilusiones.
- Los adultos también, aunque no se den cuenta –le digo yo.- Todos los días se prestan a reiterar la misma rutina de su trabajo para otro, bajo la ilusión de reiterarla en el contexto del ejercicio de su libertad.
Me excusé, al cabo, por haberme puesto a hablar de política.
- Yo solo soy un músico, no sé nada de esas cosas. Pero no os aflijáis, tío. Que la gente se enoja mucho cuando le repiten siempre lo mismo. Pero yo no me enojo si repetimos esta cerveza.

* * *

Hay una pausa de un segundo entre la pistas 2 y 3. Me alcanza para parpadear: un alivio, los ojos me arden.
“Ven, limítate/ a colaborar/…/ sigue en la fila/ cumple las normas/ asume tu puesto/ domesticado/… tan sólo somos/ carne adiestrada.”
Termina la tercera pista. Han pasado, en total, dos minutos y cuarenta y siete segundos del disco. Comienza el minuto y medio siguiente que se titula Violento despertar. Unos tambores de guerra, como han de redoblarse unos tambores en una guerra grindcore, lo preambulan. Es un llamado al combate. Resulta curioso que provenga del Primer Mundo. ¿Hay varios Mundos? Las letras siguientes parecieran desmentirlo: en el tema más prolongado de todo el disco, en el único con dos voces, Ira, se cuela una concepción animista de los elementos naturales que vienen a vengar la acción humana insensata, que insiste en la reproducción de las condiciones de su propia inmolación. “Furia descontrolada desde la naturaleza”. El mismo mensaje de Fotofobia: un sol que provoca heridas. Pero no hay derecho a elegir nada. Ni la propia muerte. Otros elegirán nuestra muerte. En Agonía: “Permanece condenado atado a una cama/ impaciente y observando, consciente y enterrado/…Quien decidió por mí mantenerme con vida/ obligado a agonizar, soy un cadáver/… Vivir es un derecho, no es una obligación/ quiero ser el dueño de mi muerte.” Como hace el líder del Primer Mundo, con sus prisioneros de Guantánamo.

* * *

Las cervezas hacen fluir el habla. La luna es compañera de la poesía. Prescindiendo de todo comentario insidioso sobre constelaciones, de cualquier sapo que solo “salta y salta”, nos entregamos a algunas consideraciones líricas, no exentas del paulatino y recíproco abrirle al otro las respectivas almas.
Se ha percatado de mis convicciones políticas. Indago en las suyas:
- Terrorismo selectivo.
Algo me hace intuir que es ateo. Siendo Mario de profesión ebanista, le azuzo un poco con el Cristo carpintero, con las Magdalenas, con los clavos de la cruz. Nos enfrascamos en una polémica religiosa. Le postulo que Cristo era comunista. Creo que el tío (no yo, sino Cristo) no le cae mal porque resume su profesión de fe, con laconismo:
- Distintas formas de dolor.
Discurrimos por valles de lágrimas, por caídas de los edenes, por pecados originarios, por castigos, por Apocalipsis. Va otra cerveza.

* * *

Rugidos feroces, como el canto primigenio del hombre al caer al mundo desde las alturas del Edén. NSM habla –grita- sobre el sentido de la vida. La bienvenida con que se recibe al nonato: “Acabas de nacer en una fosa común.” Una visión crustcore de este sentido. Nacer. Sufrir. Morir. “Este es el ciclo que hemos de cumplir.”
El bálsamo sobreviene de inmediato: un maximalista vería en Adoctrinados una canción pop, pero a los no iniciados en los secretos del metal extremo, nos suena cual un death metal melódico, si se nos permite la creación de un nuevo casillero. Los riffs ceden –unos breves instantes- a un solo de guitarra. La letra alcanza a entenderse. Dura dos minutos, un exceso para el género. Largo, como el odio que crece.
Abrevando en la raíz punk, renegada madre de las criaturas, Anticop es el tema antipolicial que no debe faltar en ningún álbum. Es una profesión de fe, como el santiguarse al ingresar al templo. Y cerrando el conjunto de once pistas, Mutaciones abunda en rugidos y voces guturales, baterías que son como tableteos de ametralladoras, guitarras que suenan como licuadoras rallando huesos, bajos con cuerdas de tripas que se tañen como latigazos. Al final, el silencio de los muertos es un alivio. Han pasado diecisiete minutos y cuarenta y cinco segundos de disco. He tenido un día feroz.

* * *

Mis sobrinos se aprontan a retirarse. Se recogen temprano, desdeñan los excesos y cultivan la vida sana. Tal como al llegar a casa, han vuelto a convertirse en dos tórtolos. Se toman (cogen) de las manos. Nos preparamos para un retrato antes de las despedidas. Las camaritas digitales con disparado automático son un gran invento. Nos ponemos en pose. Mi sobrina nos acomoda:
- Tíos, cójanse (tómense) para salir mejor.
Y yo, que soy algo lento, me quedé un rato perplejo, y por eso salí de mal semblante en la foto, y por eso no quise agregarla acá. Pero les aseguro que Mario ha salido con una sonrisa apacible y serena, y tras alzar en brazos a Rosario con mucha delicadeza, la han llenado de mimos al despedirla.


(Puede escucharse a Himura en

martes, 22 de junio de 2010

El perpetuo juicio de la historia



Ante un nuevo aniversario de la muerte de Belgrano, se me ocurre pensar en el ejercicio permanente que realizamos con la memoria histórica.

Los hechos están ahí: los conocemos lo más que conseguimos recrearlos y luego los interpretamos. Repetimos ambos procedimientos, pero mientras es muy probable que la recreación de los hechos alcance el límite de las fuentes disponibles, su interpretación, en cambio, se renueva en cada época.

Volvemos a interpretar los hechos pasados bajo nuevos prismas, nuevos paradigmas que han sucedido a los anteriores, bajo nuevos valores, o simplemente son nuevas las generaciones que realizan las nuevas interpretaciones.

Los sucesos y los personajes históricos no siempre salen airosos de estos ejercicios que realizan las generaciones sucesivas.

En algunos casos, los personajes históricos consiguen sobrevivir a las distintas interpretaciones que sobre sus hechos se realizan y permanecen en el panteón de los próceres. Vale decir: sus hechos, los realizados en el presente que les tocó vivir –nuestro pasado- siguen proveyéndonos mensajes útiles en nuestro presente (el futuro de aquellos).

San Martín y Belgrano son de esa estirpe, para no mencionar a ninguno que pueda resultar discutible.

En otros casos, personajes históricos repudiados en su tiempo, son rescatados por las generaciones venideras a la luz de nuevas interpretaciones de sus hechos: se me ocurre pensar que la fidelidad monárquica de Liniers, que le costara la vida, ha podido ser soslayada por la posteridad a la luz de la defensa que hizo de Buenos Aires ante las invasiones inglesas, y las consecuencias que ese hecho tuvo ante la Revolución de Mayo. Pero esto debieron hacerlo las generaciones sucesivas, y no podían hacerlo sus contemporáneos. Y a esto también lo podemos comprender.

En muchos casos, personajes de lo más eminentes en su época, han pasado al olvido. Acontecimientos que se creía trascenderían los tiempos, no merecen más que algún renglón de crónica. Ahí tenemos multitud de nombres de calles o plazas que, hoy, no nos dicen absolutamente nada.

Ocurre, también, que no hay acuerdo sobre muchos hechos o personajes de la historia: Rosas es el mejor ejemplo, por no remontarme a ninguno del siglo XX. Rosas divide por igual al interior de las derechas o las izquierdas.

En otras ocasiones, la historia ha ensalzado a personajes y a sus hechos con honores altísimos, y las nuevas lecturas de esos acontecimientos han terminado por abominarlos. En mi juventud la conquista del desierto de Roca era enseñada como una epopeya nacional y hoy, con mucha razón, se la considera un genocidio. Es tan fuerte esta opinión que cuesta encontrar quien abogue hoy por Roca o quien pueda defender las deportaciones masivas de pueblos originarios.

El lector podrá poner en una u otra de las categorías que periodicé a Perón, Yrigoyen, el Che Guevara, los Generales Valle o Aramburu, Urquiza, Eva Perón y tantos otros.

Lo que yo me pregunto es, entre los argentinos de hoy, a qué futuros próceres con nuestra inadvertencia estamos omitiendo reconocer. A qué cobarde o pusilánime le estamos, hoy, erigiendo un sitio en el partenón de héroes nacionales. Con quién estamos acertando al homenajearlo en vida y a quién tenemos tiempo de dedicarle, antes de su partida, un merecido reconocimiento. Con cuántos personajes fatuos estamos gastando oropeles al ritmo de las pasiones. Cuánto clásico se nos pasa por alto, al calor de la moda.

martes, 8 de junio de 2010

Cantigas de tablón

En el mes del Mundial nos sumamos a la ola tribunera. Este es un relato de 1997, que integrará el capítulo "Prólogos apócrifos" del libro"Las Kurvas".
"El libro que ya estoy entreviendo (...) constaría de una seria de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles." (J.L.Borges, Prólogo de prólogos).



MARCO TULIO MORALION
CANTIGAS DE TABLÓN

Propósito arduo, vasto, de consecución harto improbable. Título de pretéritas invocaciones. Miras rectas, imán de elogios, fracaso en rima. Moralión es un hombre de estos tiempos. No se resigna al hábito de la claudicación de las formas galantes, de la elegancia llevada hasta la intimidad del retrete (¿o no mereció unánimes aplausos y preces el recordado artículo aparecido en el mensuario Salud para todos donde instruye los mejores pliegues para el papel higiénico?). Moralión es un hombre apasionado por el más popular de los deportes, la semanal reiteración del prodigio de un balón sacudido por veintidós atletas. Conoce todos los teams, frecuenta sus estadios, se honra con la amistad de varios coachs. Pero Moralión es un crítico severo.

Ha advertido que la noble y criolla pasión que inflama los pechos de muchedumbres, que mueve las gargantas a entonar marchas de aliento y estímulo a sus escuadras, adolece de una procacidad que lo desvela en su cruzada por el imperio del buen gusto. Ha puesto oído atento a los clásicos cantos que atruenan en los estadios, los ha memorizado, recopilado con minuciosidad filatélica, los ha desmenuzado y mejorado para devolverlos, orgulloso, en este volumen que condensa no menos de seiscientas "Cantigas de tablón".

Ha clasificado las cantigas según el rigor alfabético de los equipos que las inspiraron. Aparte, recopila cánticos universales. Dispone en la paleta de sus páginas de marchas dispuestas según los colores de las casacas, aprovechables por varios equipos al unísono, en encomiable economía. Encuentra que leales simpatizantes dictan testamento sonoro y unánime:

"El día que me muera
quiero que mi cajón
sea rojo y blanco
como mi corazón."


Moralión sugiere que, promiscuamente, simpatizantes de Estudiantes de la Plata, River Plate, Talleres de Remedios de Escalada, Unión de Santa Fe y Luján prefieran:

"Cuando la hora me llegue
que en el frescor del ataúd
se me antoje rojo y blanco
el acorde del laúd."

Hallando consonancias gentilicias, o quizás en el inmóvil reino mineral, propone que Argentino de Quilmes, Argentino de Merlo y Argentinos Juniors, amén del representativo nacional, desplacen el consabido:

"Yo doy todo por Argentino
ganes o pierdas
te sigo igual:
sentimiento inexplicable
que te llevo adentro
y no puedo parar..."

y apelen al altisonante y marcial:

"Vida y honra por la escuadra
de la tierra de la plata;
en el laurel de la victoria
en el tronar de la derrota
incólume mi alma
sentimiento encierra
que no puedo detener."

De los claustros de la Escuela de Agronomía, de las trazas tímidas de calles de tierra que emergen entre chacras, el team Comunicaciones campea victorioso. Sus acólitos enronquecen la voz:

"Que loca que está la banda
cruzando toda la Agronomía.
Se fuma toda la chala
se toma toda la cocaína..."


Moralión corrige, con arranques mitológicos y decimonónicos a los simpatizantes del "Cartero":

"En tus talones las alas de Hermes
saetas veloces tus pasos son.
Atraviesas la Arcadia
envuelta en el humo
del opio la fumata,
en los vahos potentes
de la amarga morfina."

¡Qué importa la rima ante el buen gusto y el recato! De salvar el género lírico en los estadios se trata, aunque Moralión retoque delicadas composiciones inocuas. Así, el pegadizo:

"Vos que andás chamuyando,
vos que andás prometiendo,
se te acaban las piedras,
salen todos corriendo..."


debe metamorfosearse en:

"Vosotros que andáis perjurando
vos que amenazas en balde
si agotáis las canteras
non fuyades cobardes..."

Colmo de la ironía, mordaz provocación, el aliento magro del Boca Juniors a su divisa auriazul puede ser castigado por el River Plate con el consabido:

"Dale Boca, dale Boca,
dale Boca, dale Boca...
como no tienen hinchada
les hacemos la gauchada."


Moralión encuentra excesivo ese desborde telúrico, esa alusión al Martín Fierro que, como es fama, no conoció el británico deporte. Con reminiscencias castizas, propone:

"Vuestro aliento me da grima
os obsequio esta cantiga."


El libro fue dado a la prensa, está hoy en vuestras manos. El público le brindará calurosa o desdeñosa acogida. Los resultados, quizás se vean en los stadiums en breve. Moralión no predica en el desierto. Ha convocado a algunos incondicionales de su estirpe, ha sermoneado, les ha persuadido. Se concentra en la esquina de La Paix, cada domingo, con Ricardo "Nene" Vásquez Elortondo, Victorino "Galo" Maureaux, Josecito "Meneco" Achával Conde, Martín "Manucho" Brighton Sorondo, a veces con otros. Trepan, raudos, a un siempre vigente Ford T, con pañuelos de seda cubriendo sus calvicies, cuatro nudos en los extremos, a la usanza de los barrios, o del Abasto. Alientan al Desamparados de San Juan en las infrecuentes visitas del team a la Gran Capital. Su aliento, señores, se escucha, se distingue, prístino y sobrio, cultivadas cantigas de tablón.

miércoles, 21 de abril de 2010

Gramsci y El príncipe que no era feliz


Rosario, mi hija, nos reclama la narración de un cuento antes de dormir. Como la consigna de una de estas noches era que versara sobre caballeros, castillos y príncipes, improvisé uno, largo, que titulé El príncipe que no era feliz, y que puede resumirse así en su versión oral:

El príncipe Jeremías tiene un próspero reino y vive en paz con sus vecinos, pero no es feliz. Sus amigos y súbditos quieren hacerlo feliz pero no aciertan a lograrlo. Entonces Jeremías proclama que le falta el amor de una princesa, y que saldrá de su reino para buscarlo. Lo hace, vestido de comerciante de telas y en un reino vecino, donde un poderoso rey quiere hacer heredero a aquel príncipe que se case primero con cualquiera de sus siete hijas, encuentra a la princesa Zahira, de quien solo puede ver sus ojos verdes, pues un velo le oculta el rostro. En un paseo público de la corte la conoce, se enamoran a simple vista y Jeremías pasa mil peripecias para acercarse a ella y confesarle su amor, pues para todos es un simple comerciante. Es expulsado del reino, pero para lograr su cometido, vuelve al suyo, informa que ha conocido a una princesa y le pide a toda su corte, soldados, campesinos, amigos y artesanos que lo acompañen a pedir la mano de Zahira. Se ponen en marcha y, al llegar, el padre de Zahira cree que está siendo invadido por fuerzas muy superiores. Perdido, recibe a Jeremías, descubre que es un príncipe y con alegría le da la mano de su hija, que al contraer matrimonio corre su velo y besa al novio por primera vez, tras lo cual, son felices por muchos años.

En prevención de lo que suele ocurrir con Rosario –hay que repetirle los cuentos en noches sucesivas– decido pasarlo por escrito.

Es aquí donde al intelectual se le plantean las reflexiones y la confrontación de las propias ideas con la praxis cotidiana en la continua lucha por adecuar la segunda a las primeras.

En orden al objetivo de hacer dormir a Rosario, el relato fue eficaz y consiguió su fin. Tras escucharlo íntegro, se dio vuelta y durmió de inmediato.

Pero finalizando el relato oral, no podía soslayar lo que estaba yo mismo poniendo a germinar con una narración que puede presumirse plagada de inocencia.

Le estaba hablando a mi hija de una multitud de conceptos políticos y sociológicos que ella, al final de un rosario de relatos similares a lo largo de los años, podría terminar por incorporar –por su habitualidad– como naturales.

Pongan atención en el peligro: podría tomar como naturales ciertos elementos sociales.

Anoten: le estaba hablando de un régimen político, la monarquía hereditaria, en cuyo contexto un príncipe gozaba de toda la prosperidad material para considerarse feliz (bien es cierto que no lo lograba, pero por una privación espiritual). Le estaba hablando de una separación tajante entre la tarea de gobernar y la de traficar bienes materiales (se disfraza de comerciante de telas para ocultar que es un príncipe). Le hablaba de que en otro reino un padre es el que puede decidir con quién se casan sus hijas, y que la sucesión política se decidirá según quien sea el príncipe (un igual del rey) que se case primero con cualquiera de sus siete hijas. Estaba hablando, a la vez, de que en ese reino la condición femenina era obstáculo para suceder en el poder político al padre. O sea: que la política es cosa de hombres y no de mujeres. Le estaba diciendo que a pesar de que el príncipe (vestido de mercader) y la princesa se aman a simple vista, ese matrimonio será imposible porque uno de ambos no es (no parece ser) un igual, un noble. Y que los comerciantes tienen otros iguales con quienes casarse, que están afincados en la plebe. Es más: si afinamos la atención, estaba diciendo que unos no tienen obligación de trabajar –los nobles– y otros sí –la plebe– y que los primeros gobiernan sobre los segundos. También le estaba diciendo a mi hija que los de un estamento que ni trabaja ni gobierna (los soldados), son los que parecen desequilibrar la balanza, porque es recién cuando Jeremías se hace acompañar por ellos y su pueblo al reino de su futuro suegro, que éste se cree perdido. Es decir: la fuerza inclinará la balanza que el amor o las diferencias sociales parecen no poder torcer. Y le estaba diciendo, esto es lo peor, que la historia se forja con conductas individuales que predominan sobre las colectivas: si metí al pueblo en el relato, es porque mientras narraba y forjaba el final en mi mente –como un payador luchando con las rimas– ya iba pareciéndome políticamente incorrecto ese final de príncipes que conducen pueblos como manadas.

Al volcarlo por escrito, al día siguiente, me insumió diez páginas y le hice algunos agregados. Uno es una historia lateral donde un guardia es premiado por su lealtad y valor. Otro, es la libertad política que el príncipe Jeremías decide darle a los pueblos de ambos reinos –unificados con el matrimonio– instaurando una suerte de monarquía parlamentaria.

Igualmente el resultado no me conformó. La igualdad y la libertad política son obtenidas como una gracia real ante un pueblo fiel que ha tenido a bien acompañar al príncipe a perfeccionar la conquista amorosa que hizo de la princesa Zahira. No es el resultado de una lucha, de la eclosión de fuerzas o clases antagónicas. Es todo como un cuento de hadas. Bien que se lo mira, es un cuento de hadas, o de príncipes y princesas.

Estas largas reflexiones vienen a cuento de que no existe discurso inocente en la vida social. Y el entramado social es resultante de líneas discursivas que todos –los niños incluidos– recibimos y prodigamos. Recibimos discursos, que interpretamos y devolvemos en nuevos discursos. La realidad, como construcción social, es una realidad previamente interpretada por los actores sociales; y sujeta, por ende, a una doble hermenéutica.

Por su edad, buena parte de la mirada de Rosario al mundo es la mirada de los ojos de sus padres. Una mirada instituyente. Al narrarle un cuento infantil como muchos, con príncipes, princesas, besos de amor y reyes que quieren casar a sus hijas para encontrar heredero, estoy contribuyendo a transmitir, a una generación sucesiva, un cúmulo de ideas de filosofía de sentido común que es funcional al mantenimiento del mismo orden existente recibido de mis padres. Este orden está basado en una filosofía política aceptada pasivamente por los sujetos sociales. La naturalización de ese bagaje filosófico contribuye a su paulatino anquilosamiento hasta hacernos perder la percepción de que se trata de un hecho social. Lo natural, por esencia, es ahistórico, independiente de la acción de los sujetos sociales. No puede modificarse. Ya cuando modificamos la naturaleza (por ejemplo, cuando manipulamos un cromosoma, o alteramos el medio ambiente), el hecho pasa a convertirse en social.

La confusión de lo social con lo natural es condición necesaria –casi diría suficiente– para comenzar a resignar la libertad.

¿Qué tiene que ver Gramsci con todo esto? Algo: que se dio cuenta de que los eslabones de las cadenas de la dominación social están, primordialmente, en estas muestras inocentes de filosofía de sentido común que son los cuentos infantiles, las supersticiones, la literatura popular, el folklore.

Abordar a Gramsci será motivo de varias notas más. Máxime cuando los genocidas y apropiadores, en sus alegatos, vienen repitiendo frases como insistencia gramsciana o apelando al adjetivo como un descalificativo. Por el momento, leeremos con atención y reservas los cuentos de príncipes y princesas.

lunes, 29 de marzo de 2010

Alberto Moravia (Argentino)


Hace muchos años, mucho antes de leerlo y cuando sólo era un nombre para mi, yo creía que Moravia era argentino. ¿Por qué no va a llamarse Moravia un argentino? ¿Y Alberto? Yo mismo llevo también ese nombre. En todo caso, si no lo era, podía ser argentino.

En una contratapa me esclarecí: italiano. Ya sabemos los nacionales cuán tenues son las fronteras con algunas extranjerías. Ni nos atreveríamos a decirle extranjera a alguna nona. Toco de oído: no hay italianos en mi ascendencia. Pero endoso esta definición que me apostrofó un extranjero muy amable: “Ustedes, los argentinos, son italianos que hablan español y se creen parisinos.”

Postulo que Moravia, sin pretenderlo, brilla por haber pintado, mejor que nadie, los valores de la clase media argentina. Dije sin pretenderlo: los personajes del italiano son italianos. Vamos a las evidencias.

Hay dos Alberto Moravia. Uno es el que padeció una enfermedad feroz que lo postró toda la adolescencia, y lo convirtió en un obsesivo lector. Entiéndase bien: Moravia era joven en los años veinte, no podía caminar, no podía ir a la escuela y solamente podía leer. Estaba condenado a leer. Y lo hizo con una persistencia enfermiza.
Poco antes de los veinte años, cuando pudo ponerse de pie, era dueño de una cultura desmedida. Culto y marxista en la Italia del surgimiento de Mussolini. Pensar era peligroso: Gramsci lo pagó con su libertad y con la vida. Moravia habría de ser más precavido, pero no menos comprometido.
En 1929, con apenas veintidós años, publica Los indiferentes, una novela ambientada en su época, que había comenzado a escribir a los dieciséis. Debe advertirse que nuestro autor ha variado incansablemente alrededor de, apenas, dos o tres temas. Uno de ellos es el análisis inmisericorde, descarnado, de los valores de las clases medias y populares italianas, de la pequeña burguesía, el campesino, el artesano. Lo cual implica hablar, no lo olvidemos, del núcleo de las masas migrantes hacia Argentina.

Le sigue a esa publicación una obra vastísima que transita por la novela, el cuento, el ensayo, los relatos de viajes, el artículo periodístico, la crítica de cine, el drama teatral y el guión cinematográfico hasta pasar los cuarenta títulos (sólo de libros, porque el total de notas periodísticas firmadas por Moravia excede las quinientas, sin contar más de mil críticas de cine). Y hablé antes de dos Alberto Moravia: el segundo es aquel que se comienza a pergeñar en los años cincuenta y más francamente en la década del sesenta cuando, sin perder raigambre en aquella disección de la moral italiana de medio pelo, se permite que las peripecias sexuales en sus personajes constituyan el eje narrativo central, de la mano de una notable influencia del psicoanálisis en esta parte de su obra. Es el Moravia más experimental, el más arriesgado en términos artísticos, el que necesariamente a veces tambalea: comenzar a leerlo por aquí puede ser un infortunio. Casi todos sus cuentos son recomendables; pero destaco, en particular, la novela El aburrimiento, eje del segundo Moravia.

Pero quiero, finalmente, fundar mi aserto de varios párrafos más arriba. Moravia retrata a la clase media argentina. Recomiendo seguir este orden para leer cuatro obras capitales del primer Moravia: la ya nombrada Los indiferentes, que transcurre en los prolegómenos del fascismo, en una familia de clase media que ve surgir ese monstruo, con indiferencia. La Romana, historia de una joven de clase media arruinada que se prostituye. Estamos en el apogeo del fascismo. La campesina, relato sobre una madre y una hija campesinas que ante el avance de los aliados desde el sur huyen hacia el norte. Es el más elocuente en términos de mi tesis. Y recomiendo finalizar esta antología con una poderosa obra que también se ha hecho film: El conformista: un funcionario fascista que asiste con indiferencia, como en un sueño que no le concierne, a la caída de un régimen que lo considera material descartable y lo abandona a su suerte.

Esas cuatro novelas pintan a una sociedad que nos resultará penosamente familiar, en el contexto de circunstancias históricas que –más triste aún es comprobarlo- solo divergen en detalles con las nuestras. Fue tras esas lecturas que pude caer en la cuenta de cuán decisiva ha resultado la influencia de la cultura de la pequeña burguesía italiana en la idiosincrasia argentina contemporánea. Una cultura de contrastes, porque jamás deja de asombrarme que una misma península pueda legarnos a Moravia, a Mussolini, a Gramsci y a Berlusconi; a la pizza, los tallarines y la milanesa, junto con la Cosa Nostra; al Norte versus el Sur; a Verdi y a Rafaella Carrá.

La misma extrema polaridad argentina, la de ese argentino que de sus pasiones hace ciencia; de sus arrebatos, firme opinión. Por eso, como Gardel, como el Virrey Liniers, como Guillermo Brown, como la birome, como tanto sujeto o invento venido de afuera, Alberto Moravia es argentino.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Kafka



Panegírico
Kafka

Muchas veces abrigué el sentimiento vano de participar un poco de eso en que debió consistir ser Kafka. Sabiéndome, a la vez, indigno de ello, Franz me resulta querido, querible y merecedor del primer panegírico. Los deberes escolares suelen ponernos en el pupitre a las desventuras de Gregorio Samsa. Apelo al capullo de cucaracha por resultar figura bien conocida. Eso podría definir qué era ser Kafka para Franz. Un muchacho muy alto, de ojos tristes y orejas abiertas con una salud débil. Un judío en Europa, que tuvo el azar prematuro de fallecer cuando ser judío en Europa se convirtió en faena por demás peligrosa: buena parte de la estirpe de los Kafka se extinguió en el Holocausto. Un muchacho judío que, para colmo, habla alemán en Praga, mientras los más hablan checo.

Aplicado hasta el fin, sigue el mandato paterno y tiene una carrera universitaria. Como muchos abogados antes y después, escribe en los ratos que roba a su empleo de asesor legal en una compañía de seguros. Podemos verlo inclinado sobre su escritorio, garabateando en grafía imposible bocetos de cuentos, llenando su diario, escribiendo cartas. Estas cartas nos han llegado: breves treguas atemperaban sus relaciones amorosas, los compromisos y las sucesivas rupturas de los noviazgos. La excepción, quizás, el franco y sereno diálogo de dos décadas con el amigo Max Brod.

Publica poco en vida. Algunos cuentos, un breve diario de viaje, capítulos de una novela, un cuento largo. Da algunas charlas, venciendo su inmoderada timidez. Vive en una época peligrosa: el mundo se arma para exterminarse. Con toda crudeza: debemos a la tuberculosis de Kafka la escritura de El proceso o El castillo. No resultando apto para el servicio militar se salva de morir de inanición o por la metralla en una trinchera en la Primera Guerra. Su tributo es escribir. Escribir para sobrevivir. Kafka sobrevive hasta 1924 cuando, joven aún, apenas pasados los cuarenta años, la enfermedad se lo lleva. Podemos imaginarlo en denodada lucha contra la esquiva inspiración, contra las palabras que no le vienen, con la audición exacerbada por la tisis, tosiendo y escupiendo sangre, llenando páginas y páginas de sus dos grandes obras inconclusas. Baños de sol, comidas forzadas, climas benignos. La lucha es en vano. Le encomienda a su amigo, en noviembre del 22, que ejecute la sentencia que le dicta para aquellos textos que no ha publicado: “Querido Max, quizá esta vez no vuelva a levantarme (…) todo lo demás que yo he escrito (…) sin excepción y de preferencia sin ser leído (…) todo esto ha de ser quemado sin excepción alguna y te ruego que lo hagas lo más pronto posible. Franz.”

En los últimos meses lo acompaña una mujer que corresponde a sus sentimientos. La desdicha, condición necesaria pero no suficiente para el artista. Falaz o no, Kafka es testimonio de este aserto. La saludable infidelidad de su mejor amigo –hasta en eso Franz fue desdichado- pone a esa obra literaria suya que nos resulta hoy tan ineludible, en un plano que su modestia hubiera rechazado con encono. Joseph K., K. o Gregorio Samsa eran, para Franz, lastres que sortearían su definitiva partida. Se cree indigno de ello.

“¡Como un perro! –dijo; y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle.”