sábado, 24 de diciembre de 2011

Bertolt Brecht en Normal Uno



En noviembre estrené Normal Uno, una comedia musical dramática que, tras un receso, continuará en cartel el año próximo.

En su sinopsis, en el programa de mano, se lee:

Normal Uno es una comedia musical dramática, con recursos del teatro brechtiano. Le propone al espectador reflexionar sobre las capacidades y las diferencias, y realizar sus propias elecciones. Destacan sus dos canciones: la Canción del Diferente y el Rap del Adaptado cantadas en vivo por el elenco.

Los espectadores del circuito porteño de teatro independiente provienen mayormente del círculo de amistades o familia, y del mismo teatro independiente.

Como esta vez pude romper un poquito esos círculos, vinieron a ver la obra muchas personas que han preguntado en qué consistían esos recursos del teatro brechtiano.

Brecht es uno de mis ídolos, y no lo voy a disimular. Vayan algunas palabras que pongan orden a cierta biografía y pinten a grandes palotes a una vida. Bertolt Brecht fue un dramaturgo y director teatral alemán, marxista, que vivió una vida relativamente corta -58 años- que terminó en 1956. Además de teatro, escribió poesías y novelas, sin contar numerosas canciones insertas en sus obras teatrales y ensayos sobre arte. En diversas etapas de su vida fue perseguido: por los nazis, en 1933 –se exilió a comienzos de ese año y sus libros fueron quemados- y por el Comité de Actividades Antiamericanas, en EEUU, lo que implicó un nuevo exilio en 1947. Consiguió establecerse en Berlín Oriental, en la ex Alemania Oriental, donde fundó el Berliner Ensemble, un teatro y grupo teatral dedicado a poner en escena la estética teatral brechtiana: el teatro épico (Epischestheater).

Comprender cabalmente el concepto de teatro épico requiere conocer en profundidad la obra de Brecht, su obra crítica, sus apuntes de las puestas, y aún diría que requiere despojarse de cuanto uno ha oído hablar sobre teatro, para sumergirse de cabeza en una forma distinta de concebir al arte teatral. Pero podemos hacer el intento de dar algunas pautas que lo caractericen.

El teatro épico es un teatro que considera al arte como elemento transformador de la realidad. Como herramienta de transformación. Persigue que el teatro cumpla su función tradicional de entretener y no desdeña del mismo como generador de emociones, pero sólo si a la vez consigue hacer reflexionar al espectador, haciéndole tomar un rol participativo a su mirada, que no debe ser pasiva, sino atenta, activa, transformadora; y el espectador debe ser llevado a tomar decisiones.

Como la emoción es una gran enemiga de la razón, y el teatro conduce casi invariablemente a la identificación del espectador con los personajes y a la catarsis, el teatro épico pretende que el público no olvide jamás que está en el teatro, que no se olvide de que está asistiendo a una representación teatral. De esa manera, pensaba Brecht, el espectador podrá echar mano continuamente a su capacidad reflexiva, no obnubilada por los sentimientos. En lugar de presentar una acción ante la cual el público asiste pasivamente como espiándola, se le presentan situaciones frente a las cuales es necesario tomar decisiones de índole ética. Para lograr tal fin, se valió de un recurso propio, uno de los grandes aportes brechtianos a las artes escénicas: el efecto de distanciamiento (Verfremdungseffekt).

Este efecto de distanciamiento es la puesta en práctica de cierto conjunto de recursos escénicos al que el autor y el director echan mano para conseguir evitar la catarsis. Se trata de recursos que muchos otros autores y directores, antes y después, han utilizado en sus puestas teatrales, pero lo que los convierte en elementos del teatro épico es justamente su finalidad de ponerlos al servicio un teatro destinado a transformar la realidad, a través de la reflexión a que es llevado el espectador.

Basta con leer cualquier obra de Brecht para encontrar ejemplos, pero podemos indicar, entre muchos recursos destinados a quebrar la ilusión teatral, a romper con la convención teatral: la ruptura de la cuarta pared entre actores y público; el empleo de canciones (y donde lo importante es qué se dice en ellas, antes que cómo se las canta), canciones que interrumpen la acción; un particular empleo de la iluminación que evita la creación de climas escénicos; el pasaje del personaje al actor y del actor al personaje en medio de la representación; el empleo de carteles, fotografías o filmaciones; la puesta del público a tomar decisiones de índole moral; el desborde del espacio escénico; el empleo de un narrador, ajeno a los personajes (o bien los mismos actores se salen del personaje para narrar qué les está pasando a los personajes que encarnan); la exhibición de todos los artificios teatrales: los actores esperan en escena su turno para entrar a la acción, aún mientras no actúan; o cambian la escenografía o su vestuario a la vista del público, a plena luz; la utilización de máscaras o zancos; la intercambiabilidad de los personajes entre los actores, durante la misma función; etc.

Ahora, quienes han asistido a cualquiera de las funciones de Normal Uno están en condiciones de evaluar dos aspectos: qué recursos del teatro épico se han utilizado en la puesta, y si el empleo de los mismos está orientado a la finalidad del teatro épico, esto es, a suscitar la reflexión transformadora en el público. Lo segundo no puedo responderlo yo, más que como expresión de mis intenciones: sólo ustedes pueden decir si lo he logrado. Pero lo primero es más objetivo y palpable. Pondré algunos ejemplos:

• Los actores esperando al público cuando ingresa a la sala.

• El reparto que hacen de la poesía de Brecht, en mano, mientras los espectadores se van acomodando.

• Las dos canciones, que interrumpen la naturalidad de la acción.

• La ruptura de la cuarta pared que hacen varios personajes.

• El pasaje del personaje al actor, y la vuelta del actor al personaje.

• El final (obviamente no contaré el final, ni qué recurso se utiliza en el final. Pero el final es puramente brechtiano).

¿Pueden ustedes indicarme otros recursos empleados? Hay más. O pueden decirme en qué momento cada actor pone en práctica alguno de estos recursos.

Para terminar, transcribo el poema de Brecht que se reparte en mano al comienzo de Normal Uno, porque es casi una declaración de principios del Epischestheater:

No acepten lo habitual como natural
pues en tiempos de confusión generalizada,
de arbitrariedad consciente,
de humanidad deshumanizada
nada debe parecer imposible
                                              de cambiar.



miércoles, 24 de agosto de 2011

Maestro



En la primera entrada a este blog, hace casi dos años, decía: “Considero que mi primera publicación se dio en mayo de 1997, cuando la revista Para entender a Borges, una publicación mensual del Profesor Héctor Omar Saldaña, dio acogida a mi cuento Maestro en su página 14. Eterna gratitud a quien recibió por correo postal -no email- mi relato y porque le gustó, lo publicó.”

Se trata de un cuento breve, de menos de cuatrocientas palabras, que luego formó parte de mi volumen de relatos El Señor de los Espejos. Lo escribí en 1995.

Borges es un autor que releo siempre. Y con el que también me peleo, pero vuelvo a releer. Es tan buen escritor que puede nutrir el pensamiento de cualquier buen lector de izquierda que no tenga prejuicios vanos. También con Borges podemos hacer la revolución y luego darle las gracias.

Voy a transcribir, más abajo, ese cuento: Maestro.

Ser influenciados por Borges es una fatalidad que muchos escritores nacionales nos vemos obligados a transitar. Pero debe ser como un puente: no nos podemos instalar, algún día hay que pasar del otro lado.

Me costó volver (empezar) a ser yo en el país de las letras. Creo que lo conseguí un día que le puse punto final a un relato que se titula, justamente, El hijo de Borges. Si me lo piden, se los envío, porque aún es inédito a pesar de que cumple una década.

Ahora va el cuento prometido.

MAESTRO

Tengo un maestro. Es sabio y burlón. Inventa historias que nos cuenta como ciertas, aunque al descuido, como haciéndonos creer que es muy torpe, nos permite sospechar: ¿en qué biblioteca infinita existe ese libro que leyó y devela? Otras veces cuenta inventos, que todos creemos conocer de alguna lectura anterior. Permanentemente nos desconcierta.

Es débil; apenas si se desliza al paso lento que con prodigalidad la vida todavía le obsequia. ¿Qué embuste es, entonces, ese recorrer suyo de laberintos y arrabales? ¿Quién será su Teseo o cuál su puñal artero que atraviese en dos esa vida de prosas y rimas?

El maestro es humilde. O dice serlo. Como de todo lo que me enseña, dudo de eso también. Tal vez eso lo consagre como sabio: más me nutren mis dudas que sus respuestas, que siempre preceden a mis dudas. Se lamenta de no conocer con exactitud en cuál invasión a la Apulia en el siglo XII fue vencido Roger II de Sicilia. Pero aplaude con fervor los desprevenidos aciertos del discípulo que adjudica a Joyce la prosa que la pluma de Joyce escribió.

Su talento no le pertenece. Se tiene, apenas, como prescindible amanuense de su Musa. En su dicción inaudible, apenas entendible, tartamudea palabras que su secretaria escribe. Porque el maestro es ciego, o dice serlo. No lee los libros que lee: los escucha. Dicta su literatura concéntrica y repetitiva. Camina con bastón, pero no con uno blanco.

He dicho que dudo de su ceguera. Cierta vez, al aguardarlo para una clase magistral, pasó a nuestro lado y, como al descuido, se plantó largo tiempo frente a un mural de Quinquela y lo recorrió con impudicia con sus ojos muertos. Al continuar, alabó en el oído de su secretaria el rojo intenso de un mascarón de proa.

Cuestionada su ceguera, el mantenimiento de su secretaria apenas se justifica. Afirmaría que es su manceba, de no saber de los hábitos castos del maestro. Aborrece todo lo que no sea literario, salvo algunos amigos, varios enigmas y cuatro o cinco ideas comunes. Los discípulos nos encontramos entre su universo de abominaciones. Quizá eso haya motivado que en su testamento, bello, como sus historias y farsas, haya dispuesto lejana sepultura para sus despojos que, como se sabe, son aborrecibles, porque no son literarios.

jueves, 28 de julio de 2011

El Juego (un cuento de mis 18 años)




Hacia fines de 1982 y principios de 1983 -yo tenía por entonces 18 años- se publicaba una revista llamada "Humor y Juegos", que luego pasó a llamarse "Juegos para Gente De Mente". En ella, Gloria Pampillo tenía a su cargo una sección llamada "Concurso Permanente de Cuentos Breves". Los lectores podían enviar a la revista un cuento de hasta 200 palabras (algo muy difícil de escribir, les aseguro), y ella cada mes elegía uno para publicar, y hacía una breve devolución de algunos de los restantes, los no elegidos. El primero que envié fue este y no mereció ningún comentario. Su tema obligatorio era El Juego. Un inédito ante ustedes.





El Juego



Miré hacia todos lados y no vi nada en absoluto. Y es que en realidad, no existía nada que pudiera ser visto.
Giré la cabeza pues me pareció haber oído algo. Pero no escuché sonido alguno. En realidad, no existía nada que pudiera ser oído.
Olfateé, intenté sentir un gusto en mi boca y agité los brazos como para tocar algo. Sólo vacío a mi alrededor.
Levanté un dedo: el cielo apareció ante mí, envolviéndome. Tenía sed, y con sólo desearlo obtuve toda el agua necesaria. Para no caerme, coloqué tierra bajo mis pies.
"Demasiado lugar para uno sólo", pensé. Y aparecieron pájaros en el cielo, peces en las aguas, animales y vegetación en la tierra.
La oscuridad me abatía sobremanera cuando se hizo la luz. Pero aún no tenía alguien con quien hablar. Un poco de barro fue necesario para obtener compañía. Lo llamé hombre. Y puse, a la vez, otra criatura con él. La llamé mujer.
Me miraron, con una inexpresión total en sus semblantes. No hablaban. No sentían.
Iba a insuflarles vida, cuando sentí Algo a mis espaldas. Me di vuelta, mas no por mucho tiempo, pues una luz enceguecedora quemó mis pupilas.
- ¡Sólo a Mí me corresponde!
- ¡Piedad! Se trata sólo de un juego -alcancé a responder.
E, instantes después, desaparecí.

jueves, 17 de marzo de 2011

Un cuento policial sin crimen


Siempre quise escribir un relato policial. Aún no me doy por vencido. Pero por el momento no lo he conseguido. Sonará extraño al no iniciado: es un género muy difícil de escribir, que ha ido forjando sus reglas a lo largo de siglo y medio a partir de Poe. Claro que escribir un relato donde haya un crimen y se lo resuelva puede ser sencillo. Lo arduo es conseguir que esté bien escrito.

Se ha escrito mucho sobre cómo deben ser estos relatos para estar bien logrados. Sobre esto han escrito grandes lectores de relatos policiales. Como no es mi intención incurrir hoy en clasificaciones, tipologías ni características del relato policial, sólo diré la nota principal de un buen relato policial, cualquiera sea su encuadre: debe suministrar al lector todos los elementos para que éste descubra por sí mismo el enigma. Todo debe estar a la vista, para que el lector lo ordene. Si el autor resuelve el crimen haciendo aparecer de la galera algún elemento no suministrado antes, es un mal autor de relatos policiales.

En mi gran baúl de inconclusos –podría decir de abortados- es decir, de relatos que ya no serán relatos, hay uno policial que no alcanzó a tener título, pero sí un plan de escritura, un comienzo, una época, un listado de personajes, una investigación previa y, quizás, algunas frases logradas.

Todo escritor va dejando en el camino un gran número de inconclusos.

En el caso de este inconcluso policial, el crimen se cometerá en el transcurso de una fiesta de casamiento, a la que no hay que interrumpir para no enfriar el brillo de los festejos. Corre el año 1927 en Buenos Aires. Se casan un joven aristócrata argentino, dueño de vastas tierras, Hipólito Aréchaga, con una hermosísima noble italiana, la infanta Verona, hija del Duque de Milanga. En una de las mesas, el narrador acierta a coincidir con un amigo (Gerald Le Rondinon) y varios desconocidos. Uno de estos, un tal Alfonso Castillo, es un experto en todas las cosas, crítico de arte en el diario de los Mitre, y lleva su oficio a la mesa, atacando sin decoro las opiniones de los restantes comensales. Entre estos hay un matrimonio conformado por un armenio y una judía. Alfonso Castillo, que tiene ideales bien sólidos sobre la masculinidad de la Patria, sobre la grandeza del Duce y que aprecia a Gabriele D´Annunzio, los hace blanco de sus más mordaces sátiras. Flota un ambiente tenso en la mesa, donde un médico homeópata y su esposa importunan con comentarios fuera de lugar y un camarada de estudios del novio –Alfonso Reyes- tercia procurando contemporizar. En otra mesa se aburre Johann Sebastian, amigo del novio y portador de ideologías exóticas y maximalistas.

Johann Sebastian, Gerald Le Rondinon y el narrador, amigos entre si, serán los encargados de descubrir el crimen y esclarecerlo antes de que termine la fiesta, para que con disimulo la policía se lleve al culpable. Esas son las instrucciones que, sin perder la sonrisa, les dará el recién casado Aréchaga a sus amigos, sin imponer del drama a su noble y bella esposa.

Pero no llegué a escribir tanto. Introducidos los personajes, los primeros momentos de la fiesta, las primeras charlas álgidas de Castillo con el resto de los invitados de su mesa, y gran parte de las historias secundarias del relato principal, dejé de escribirlo, sin fuerzas para continuarlo, sin ingenio para poner sobre la mesa las pistas que conduzcan al asesino.

Ni siquiera llegué a escribir el crimen. El muerto iba a ser Castillo, a quien varios podían tener ganas de matar a la altura que llegué a escribir del relato. Iba a caer por una escalera y desnucarse. Antes, borracho, había caído con estrépito en la pista de baile a la vista de todos.

Por las dudas que recupere el resuello, no diré qué personaje planeaba yo que fuera responsable del crimen. Sólo diré que no iba a retirarse de la fiesta: eso hubiera puesto en evidencia su responsabilidad.

Pero hay una historia secundaria que puedo develar, y que me permitirá compartir un detalle de la técnica de la construcción de este u otro relato. Esto de las historias secundarias consiste en que, paralelo al hilo principal de la narración –en este caso un crimen ocurrido durante una fiesta de casamiento- hay otras historias que van impulsando y matizando a la principal. Unas de ellas iban a ser las aventuras de los amigos del novio con otras jóvenes de la alta sociedad durante el transcurso de la fiesta. Otra, iba a ser la desventura de un pretendiente de la novia, que no fue alcanzado por la bendición de un si a su propuesta de matrimonio. Pero la más gruesa de las historias secundarias, la que iba a develarse luego de esclarecido el crimen, es que ni la novia provenía de una familia noble, ni el novio tenía tales riquezas como aparentaba. Y ambos lo sabían, y se casaron por amor. Los interesados padres de Aréchaga –puro apellido ya sin tierras ni dinero- pretendían remozar el linaje mediante la unión de su casa con la de una nobleza –aunque fuera devaluada, como la italiana- con un interesado Duque de Milanga que había hecho su relativa fortuna mediante el comercio y que, sin apellido patricio, no tenía cómo meter un pie en la alta sociedad porteña. Así, había acuñado un título nobiliario falso y encargado a un charlatán -su heraldo- la confección de un escudo de armas que, sin sospecharlo, denotaba a un buen entendedor toda la falsía de su linaje.

Tuve que empaparme un poco de heráldica –disciplina pariente de la degustación de vinos- y de la contemporaneidad de ciertos episodios hacia 1927, año en que decidí fijar la acción. Me interesaba también que el mundo de la época estuviera reflejado en el fondo, que flotara como algo aparentemente inocuo y natural para los personajes. Hubo que indagar nombres de champagnes, de comidas en francés, de carruajes, de vestimentas, de personas de la alta sociedad porteña hacia esos días. Debí preguntar qué significaba ser eslavo en Europa, y cuáles eran los pueblos eslavos. Me lo respondió un magyar, a quien no le gusta ser confundido con un eslavo.

El resultado fueron veintidós páginas manuscritas que nunca se multiplicarán ni verán la luz.

Pero podría copiar un par de párrafos. Por ejemplo, el cuento inconcluso comienza así:
“Duque de Milanga, Archiduque de Vicenza, Barón de Cinzano, de Stormetta y de Trancanili, Señor de Lacunia, Preboste de Bambolla, Condestable Real de la Santa Villa de Rímolo, Mayordomo de Primer Grado del Príncipe Humberto, Gran Señor de la Casa de la Tripolitania y un Principado en litigio con el Negus por las comarcas de Abhur-Adá, en el Reino de Abisinia…
- Pero el que cuenta es el de Duque, por ser el de mayor alcurnia. No hace falta la mención de los otros cuando le presente sus respetos.
Yo creí que se trataba de un lacayo por la librea roja que parecía alquilada en alguna casa de elegantes arlequines en la Avenida de Mayo, pero se presentó ceremoniosamente como Vittorio Di´l Cameloni, Heraldo del Duque de Milanga. Me interceptó en el salón de armas cuando me vio detenerme ante un escudo cualquiera. (…) Describió con regocijo lobos pesantes en jefe sobre escudos terciados en faja, cruces de sinople en los cuarteles de dominio, grifos de gules en orla –cuando no en abismo, aclaró- flores de lis en sable sobre los cuatro cantones de veros encarnados, festones de oro y otros esmaltes en campos cuartelados en aspa, yelmos con lambrequines púrpura flanqueando divisas prelaticias, tenantes leonados prendidos de palos sanguíneos picoteados por águilas bicéfalas, borduras componadas y mil y un testimonios elocuentes –que repetía como loco- de la gloria de la Casa de Milanga en sus primeros doce siglos de esplendor.”


En un policial no deben proveerse detalles ociosos. Y este no lo es. Ni la descripción del escudo heráldico de la Casa de los Milanga, que omito por esta vez.

Les doy un último diálogo. Comienza diciendo Castillo, la inminente e irritante víctima:
“- Bueno, bueno… Yo prefiero, de los franceses, a los que componen música menos... afeminada. Digamos Bizet.
- Curiosa teoría esa, acerca de la sexualidad de la música – dijo Reyes.
- Claro, me gustan las composiciones varoniles, que exaltan patriotismo, vigor, majestad…
- Quizás Monsieur crea que las damas carecemos de fervor patriótico- se animó a interrumpir Otilia.
- No, sólo digo que no es de la misma índole que el viril.
- Será femenil, porque proviene de una dama – dije.
La esposa del médico, oyendo la palabra “dama” –seguramente se sintió aludida- asintió con energía, aunque parecía absorta en desmenuzar su plato de carne.
- En el último instante, la patria se sostiene con sangre, con valor guerrero, con brazos que blanden espadas… - aleccionó Castillo.
- Con guerreros que engendran las mujeres. – El médico se permitió una acotación fisiológica, no creo que haya querido filosofar.
- Me temo que eso es inevitable – concedió, con una mueca, el crítico.- Pero la Patria es masculina.
- Claro, se llamaría “Matria” si fuera mujer – se burló Reyes.
- Quizás su patria sea mujer… - desafió Castillo.
- Es argentina, como la suya – le contestó.
- ¿Ven? Argentina…Suena como el nombre de una mujer- comentó, componedor, Gerald.”

Es para matarlo ese Castillo, concordarán conmigo.

La historia que no alcancé a terminar de escribir se me ocurrió durante una fiesta de casamiento, en una mesa heterogénea, donde se dio un enfadoso contrapunto entre uno de los bebidos comensales y una joven judía.

viernes, 11 de febrero de 2011

El señor bicentenario


Ya serían dos. El primero fue en el 10, y yo tenía seis meses nomás, una criatura de pecho. Y el segundo sería este que viene. Que todavía no llegó, y a mis años uno no va a andar apostando el jornal a la taba, que le cae parada. Y como la vista me falla –solo veo bultos, un poco de luz– y nunca fui de mirar el almanaque, algún bisnieto me habrá de avisar. Es que con el sustento uno ya tiene bastantes cosas en qué preocuparse. Así fue siempre. Vea, yo me junté joven, tuve un hijo, una hija, un hijo, otra hija y otro hijo más. Cuente usted, yo no tengo estudios. Mi nieto, que le está mirando lo que apunta, me dice que usted anotó estudios, y yo soy de decir estudio. Es que no me sale siempre decir las eses, me tendrá que perdonar. Porque no tengo estudios –anote, me salió, lo hice por usted– pero tengo conducta. De mis padres me vino eso. Padre y madre, puntanos como yo. Del desierto. Usted me puede ver –yo no me puedo ni mirar en el espejo– y me verá la piel del color de la tierra, bien parda. Pero al lado de mis padres parecía inglés. Vea que le salió gringo el crío, don Marcelino, le decían a mi padre. Que porque era chanza no les afilaba el facón en las tripas, mi finado padre; había sacado el mal genio de mi abuelo, me contaba. También de por ahí mis abuelitos, unas leguas más al sur, los confines con la pampa. Y más para atrás se pierde el rastro, pero siempre de la tierra, el color de la piel y la querencia. Que así fue siempre, hasta que vinieron los soldados con los capitanes gringos, de nombre Vintter, de nombre Fotheringham, y a las sableadas fueron amansando a la gente. Así fue siempre. Por eso mis abuelitos se hicieron gente de trabajo, que mucho brazo hacía falta para alambrar esa inmensidad. Trabajaron mucho los abuelos con mi padre, con mis tíos, alambrando. Y cuando eso se acabó, se quedaron afuera de la tranquera. Y le lloró mucho mi finada abuelita al capataz, que les diese conchabo. A mi abuelo no lo querían ni ver por revoltoso. Cuando fue a reclamar jornales, el comisario lo hizo sacar a rebencazos y lo anotó en el servicio como destinado. Pero era buen brazo para el campo –toda mi familia ha trabajado siempre la tierra– y el mayordomo lo mandó soltar del cepo y les dio un puesto para que se acomoden ahí, y que sea de ellos lo que saquen de dos cuadras de quintas de la tierra del patrón, y que no descuiden la hacienda. Y fueron muy fieles al patrón, agradecidos, que así fue siempre mi gente. Mi padre, mi tía, mi otra tía, mis tíos los mellizos son los que llegaron a grande. Cuente usted. Y levantaron las cosechas del patrón, y a veces el mayordomo los mandaba a jornal a unos campos de la vecindad, porque siempre sobraban espigas, y se ponían amarillas de secas cuando nadie iba a segar. Y el mayordomo se entendía con el de los otros campos, y apenas si sacaban algún patacón los míos, que el mayordomo se quedaba con mucho, que muy agradecido se le estaba porque daba trabajo, y él podía decirles que no se le moviera ninguno del puesto; pero no, los distinguía y los mandaba para donde hacían falta brazos. Así fue siempre y hay que guardar gratitud al patrón, que vela por uno. Es como a la Patria, me decía mi padre, tenemos que agradecerle haber nacido en esta patria, hay que agradecerle a la Bandera. Yo al himno mucho no me lo sé, abro un poco la boca haciendo que canto, pero me sé algunas partes como libertad, libertad y las rotas cadenas. Y también el oh juremos con gloria morir. Me lo enseñó mi padre, que lo aprendió en la conscripción, y lo mandaron a Río Cuarto, una gran ciudad, nunca se pudo olvidar eso. Se hizo amigo de un paisano de unas leguas del puesto, y cuando le dieron la baja se juntó con la hermana, y ahí fue que con el tiempo vine yo, porque esa fue mi madre. Pero el mayordomo no tenía más puestos, puesteros sobran, pero tenía más cosechas donde mandarlos, a condición de que se volviesen a verlo cuando terminara, o no les pagaba. Un par de cosechas fueron mis padres pero ahí fue que les dijeron que se podían hacer un ranchito de adobe en el caserío de la Buena Esperanza y que por ahí pasaban a buscar gente los que necesitaban peones. Que pagaban el doble de lo que le daban a ellos, porque ningún mayordomo se quedaba con nada. Y allá se fueron, y perdieron los jornales de la última cosecha, que no los fueron a reclamar. Y el mayordomo de mis abuelitos puso el grito en el cielo y les dijo que tenían un mal hijo, que le respondiesen por ese descarriado, y se disgustaron mucho mis abuelitos con mi padre, y nunca más se vieron. Pero enseguida se pusieron a hacer hijos, y vinimos nosotros, yo y todos mis hermanos, y fuimos muy felices en ese caserío, porque había muchos críos para jugar y pelear, y los gringos venían siempre a buscarnos para darnos trabajo, a Dios gracias. Que hay que ser agradecido a la Patria, a la Virgen y cuidar al patrón, porque si a él le va bien, a los peones nos va bien, así fue siempre. Y cada vez hacían falta más brazos, y a los niños nos cargaban en carros, meta a abrir y cerrar tranqueras hasta llegar adonde hacíamos falta. Nos pagaban la mitad que a los hombres, casi como a una mujer. Yo no sé de política, creo que andaba don Yrigoyen en la capital, pero a nosotros no nos llegaba nada de eso, una vez cada tanto venían los conservadores y ponían en fila a los hombres y luego mucha caña. Nosotros meta levantar cosechas de los patrones, gringos o hijos de gringos. ¡La de arrobas que hemos cosechado con mi tatita y los hermanos! Y me contaba un paisano que había viajado, que otros cargaban eso en los trenes y otros, en el puerto, metían todo eso en los barcos, que eran como galpones que iban por el agua, y se llevaban eso lejos, a no sé donde, porque yo no tengo estudios. Pero a mí me ponía contento, sabe, porque había cosechas, peones, trenes y barcos y así es que a la Patria le iba bien, y yo quise mucho siempre a mi Patria. Y si uno dudaba le daban con el plano del sable en las espaldas en la conscripción, yo fui a San Luis nomás, me mandaron ahí nomás, así que vuelta a vuelta me volvía al pago en los francos, con el uniforme y birrete, y en una de esas le hice un hijo a mi compañera, que nació después de la baja. Por entonces fue que tuvimos los hombres que ir cada vez más lejos para que nos tomaran en las cosechas, a lo que quisiera darnos el patrón, a veces por el techo en una galería y el mate, y algunos pesos antes de irnos. Hasta crucé la frontera y me fui a Mendoza, que en la vendimia aún pagaban algo. Nunca me había salido de la tierra mía –quiero decir, de la que nací– y de la emoción me puse a llorar bajito cuando pasamos el límite. Y más vendimia, y más trigo, y más alfalfa, maíz, todo lo que me digan ahí iba yo a levantar, aprendía rápido el oficio. Y me fui llevando a los varones cuando no tenían escuela, que siempre quise que tuvieran estudios, porque yo no tuve, no sé si le dije. Y me terminaron todos el sexto grado, aún las chicas. Nos íbamos todos, hoy acá, mañana allá, a lo que guste mandar el patrón, agachando el lomo como debe ser para ganarse el pan, que así fue siempre, no vaya a creer. Y no sé qué pasaba en la política, porque yo no sé nada de eso, pero dejaron de venir los conservadores –una pena, porque así faltó la caña– y vinieron otros de la capital, que el sindicato, que las leyes para el peón, no sé. Para nosotros todo siguió igual, y peor, porque otra vez entraron a sobrar brazos, y tenía que ir yo con dos de los varones por la misma paga que antes yo sólo, y si no me gusta que me le vaya a Buenos Aires a quejar al demagogo. Yo no sé qué es eso, y no supe de política, no le hace falta eso al peón, pero me fui maliciando que les tendría que hacer caso nomás, en Buenos Aires había mucho trabajo y todos se iban para allá, y yo tenía una hermana que hasta era obrera de las máquinas. Y no hizo falta que viniese ningún Vintter o Fotheringham a arrearnos a sablazos de la querencia. Fue todo así nomás, tranquilito y sin violencia, gracias a la Virgen que siempre cuida a los pobres. Y no daba para más, subimos todos a un carro de mi compadre, un día anduvimos hasta llegar a un parador del tren, y ahí nos fuimos. Y otra vez en la frontera de la provincia volví a lagrimear –que no es de hombres, carajo– que no lo hice nunca más, le prometo, ni cuando se me murió la compañera en la ciudad, ni cuando vimos ese basural de casas de chapas y cartones en que teníamos que hacernos un lugar. No ve usted un tero o una perdiz, ni una espiga de trigo. Pero hay trabajo, eso sí, muchas y muchas horas, y muchas horas de colectivo para llegar y volverse, pero hay que estar agradecido a la Virgen, a la Señora y al Coronel, y eso que yo no sé nada de política, nunca me meto en eso, y fue buen consejo aquello de de casa al trabajo, del trabajo a casa, que así fue siempre y es lo mejor. Y mucho más no sé qué decirle –vea si me hizo hablar– porque yo nunca más pude volver a la tierra mía –quiero decir, a la que nací– sólo que a veces me pongo a pensar, con los años pienso mucho, qué más va a hacer un viejo de cien años, y quiero pensar cómo pensarían mis abuelos, cuando no había alambradas, ni soldados, ni gringos, si me vieran ahora a mí, en la ciudad, encerrado en este patio, lleno de tanto nieto y bisnieto blanquito y hasta alguno algo rubión, que parecen gringos en de veras. Y no hemos salido nunca de la Patria, desde antes de mis tatarabuelos hasta yo en dos centenarios que me dice usted que se cumplen pronto. Habrá que agradecerle a alguien, no sé, yo no sé, no tuve estudio.