miércoles, 24 de agosto de 2011

Maestro



En la primera entrada a este blog, hace casi dos años, decía: “Considero que mi primera publicación se dio en mayo de 1997, cuando la revista Para entender a Borges, una publicación mensual del Profesor Héctor Omar Saldaña, dio acogida a mi cuento Maestro en su página 14. Eterna gratitud a quien recibió por correo postal -no email- mi relato y porque le gustó, lo publicó.”

Se trata de un cuento breve, de menos de cuatrocientas palabras, que luego formó parte de mi volumen de relatos El Señor de los Espejos. Lo escribí en 1995.

Borges es un autor que releo siempre. Y con el que también me peleo, pero vuelvo a releer. Es tan buen escritor que puede nutrir el pensamiento de cualquier buen lector de izquierda que no tenga prejuicios vanos. También con Borges podemos hacer la revolución y luego darle las gracias.

Voy a transcribir, más abajo, ese cuento: Maestro.

Ser influenciados por Borges es una fatalidad que muchos escritores nacionales nos vemos obligados a transitar. Pero debe ser como un puente: no nos podemos instalar, algún día hay que pasar del otro lado.

Me costó volver (empezar) a ser yo en el país de las letras. Creo que lo conseguí un día que le puse punto final a un relato que se titula, justamente, El hijo de Borges. Si me lo piden, se los envío, porque aún es inédito a pesar de que cumple una década.

Ahora va el cuento prometido.

MAESTRO

Tengo un maestro. Es sabio y burlón. Inventa historias que nos cuenta como ciertas, aunque al descuido, como haciéndonos creer que es muy torpe, nos permite sospechar: ¿en qué biblioteca infinita existe ese libro que leyó y devela? Otras veces cuenta inventos, que todos creemos conocer de alguna lectura anterior. Permanentemente nos desconcierta.

Es débil; apenas si se desliza al paso lento que con prodigalidad la vida todavía le obsequia. ¿Qué embuste es, entonces, ese recorrer suyo de laberintos y arrabales? ¿Quién será su Teseo o cuál su puñal artero que atraviese en dos esa vida de prosas y rimas?

El maestro es humilde. O dice serlo. Como de todo lo que me enseña, dudo de eso también. Tal vez eso lo consagre como sabio: más me nutren mis dudas que sus respuestas, que siempre preceden a mis dudas. Se lamenta de no conocer con exactitud en cuál invasión a la Apulia en el siglo XII fue vencido Roger II de Sicilia. Pero aplaude con fervor los desprevenidos aciertos del discípulo que adjudica a Joyce la prosa que la pluma de Joyce escribió.

Su talento no le pertenece. Se tiene, apenas, como prescindible amanuense de su Musa. En su dicción inaudible, apenas entendible, tartamudea palabras que su secretaria escribe. Porque el maestro es ciego, o dice serlo. No lee los libros que lee: los escucha. Dicta su literatura concéntrica y repetitiva. Camina con bastón, pero no con uno blanco.

He dicho que dudo de su ceguera. Cierta vez, al aguardarlo para una clase magistral, pasó a nuestro lado y, como al descuido, se plantó largo tiempo frente a un mural de Quinquela y lo recorrió con impudicia con sus ojos muertos. Al continuar, alabó en el oído de su secretaria el rojo intenso de un mascarón de proa.

Cuestionada su ceguera, el mantenimiento de su secretaria apenas se justifica. Afirmaría que es su manceba, de no saber de los hábitos castos del maestro. Aborrece todo lo que no sea literario, salvo algunos amigos, varios enigmas y cuatro o cinco ideas comunes. Los discípulos nos encontramos entre su universo de abominaciones. Quizá eso haya motivado que en su testamento, bello, como sus historias y farsas, haya dispuesto lejana sepultura para sus despojos que, como se sabe, son aborrecibles, porque no son literarios.

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