lunes, 29 de marzo de 2010

Alberto Moravia (Argentino)


Hace muchos años, mucho antes de leerlo y cuando sólo era un nombre para mi, yo creía que Moravia era argentino. ¿Por qué no va a llamarse Moravia un argentino? ¿Y Alberto? Yo mismo llevo también ese nombre. En todo caso, si no lo era, podía ser argentino.

En una contratapa me esclarecí: italiano. Ya sabemos los nacionales cuán tenues son las fronteras con algunas extranjerías. Ni nos atreveríamos a decirle extranjera a alguna nona. Toco de oído: no hay italianos en mi ascendencia. Pero endoso esta definición que me apostrofó un extranjero muy amable: “Ustedes, los argentinos, son italianos que hablan español y se creen parisinos.”

Postulo que Moravia, sin pretenderlo, brilla por haber pintado, mejor que nadie, los valores de la clase media argentina. Dije sin pretenderlo: los personajes del italiano son italianos. Vamos a las evidencias.

Hay dos Alberto Moravia. Uno es el que padeció una enfermedad feroz que lo postró toda la adolescencia, y lo convirtió en un obsesivo lector. Entiéndase bien: Moravia era joven en los años veinte, no podía caminar, no podía ir a la escuela y solamente podía leer. Estaba condenado a leer. Y lo hizo con una persistencia enfermiza.
Poco antes de los veinte años, cuando pudo ponerse de pie, era dueño de una cultura desmedida. Culto y marxista en la Italia del surgimiento de Mussolini. Pensar era peligroso: Gramsci lo pagó con su libertad y con la vida. Moravia habría de ser más precavido, pero no menos comprometido.
En 1929, con apenas veintidós años, publica Los indiferentes, una novela ambientada en su época, que había comenzado a escribir a los dieciséis. Debe advertirse que nuestro autor ha variado incansablemente alrededor de, apenas, dos o tres temas. Uno de ellos es el análisis inmisericorde, descarnado, de los valores de las clases medias y populares italianas, de la pequeña burguesía, el campesino, el artesano. Lo cual implica hablar, no lo olvidemos, del núcleo de las masas migrantes hacia Argentina.

Le sigue a esa publicación una obra vastísima que transita por la novela, el cuento, el ensayo, los relatos de viajes, el artículo periodístico, la crítica de cine, el drama teatral y el guión cinematográfico hasta pasar los cuarenta títulos (sólo de libros, porque el total de notas periodísticas firmadas por Moravia excede las quinientas, sin contar más de mil críticas de cine). Y hablé antes de dos Alberto Moravia: el segundo es aquel que se comienza a pergeñar en los años cincuenta y más francamente en la década del sesenta cuando, sin perder raigambre en aquella disección de la moral italiana de medio pelo, se permite que las peripecias sexuales en sus personajes constituyan el eje narrativo central, de la mano de una notable influencia del psicoanálisis en esta parte de su obra. Es el Moravia más experimental, el más arriesgado en términos artísticos, el que necesariamente a veces tambalea: comenzar a leerlo por aquí puede ser un infortunio. Casi todos sus cuentos son recomendables; pero destaco, en particular, la novela El aburrimiento, eje del segundo Moravia.

Pero quiero, finalmente, fundar mi aserto de varios párrafos más arriba. Moravia retrata a la clase media argentina. Recomiendo seguir este orden para leer cuatro obras capitales del primer Moravia: la ya nombrada Los indiferentes, que transcurre en los prolegómenos del fascismo, en una familia de clase media que ve surgir ese monstruo, con indiferencia. La Romana, historia de una joven de clase media arruinada que se prostituye. Estamos en el apogeo del fascismo. La campesina, relato sobre una madre y una hija campesinas que ante el avance de los aliados desde el sur huyen hacia el norte. Es el más elocuente en términos de mi tesis. Y recomiendo finalizar esta antología con una poderosa obra que también se ha hecho film: El conformista: un funcionario fascista que asiste con indiferencia, como en un sueño que no le concierne, a la caída de un régimen que lo considera material descartable y lo abandona a su suerte.

Esas cuatro novelas pintan a una sociedad que nos resultará penosamente familiar, en el contexto de circunstancias históricas que –más triste aún es comprobarlo- solo divergen en detalles con las nuestras. Fue tras esas lecturas que pude caer en la cuenta de cuán decisiva ha resultado la influencia de la cultura de la pequeña burguesía italiana en la idiosincrasia argentina contemporánea. Una cultura de contrastes, porque jamás deja de asombrarme que una misma península pueda legarnos a Moravia, a Mussolini, a Gramsci y a Berlusconi; a la pizza, los tallarines y la milanesa, junto con la Cosa Nostra; al Norte versus el Sur; a Verdi y a Rafaella Carrá.

La misma extrema polaridad argentina, la de ese argentino que de sus pasiones hace ciencia; de sus arrebatos, firme opinión. Por eso, como Gardel, como el Virrey Liniers, como Guillermo Brown, como la birome, como tanto sujeto o invento venido de afuera, Alberto Moravia es argentino.

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