viernes, 6 de enero de 2017

Piglia y Martínez





 Trigorin: ¡Pero si hay lugar para todos, lo mismo
 para los nuevos que para los viejos! 
¿Por qué tiene que empujar, entonces?
(Chejov, La gaviota)

A
utores habituados a ser muy leídos, ensayaremos la relectura de dos textos de ambos (El camino de Ida y Yo también tuve una novia bisexual), haciéndolos dialogar (a los textos, claro). Asumiendo con estoicismo los riesgos de acometer una novela de Piglia, autor de libros tan fundamentales como La ciudad ausente o Respiración artificial; en nuestro parecer, el mayor autor nacional vivo[1]. Un sujeto distante, venido de la academia, que al fin ha resultado ser tan claro y ameno charlista en esas clases memorables sobre Borges que nos prodigó la televisión pública. Y asumiendo también los riesgos de entrometernos con la obra de un buen autor de la generación intermedia como es Martínez, que despliega una cierta clarividencia a la hora de repeler críticas: “(…) el lugar común tan extendido de que es el lector quien completa la obra literaria. Pero un lector puede simplemente no estar preparado para enfrentar a un determinado autor (…) La versión que logre asimilar de lo leído será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si esto parece un poco elitista, baste pensar que suele suceder también exactamente el caso inverso, cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza sobre el texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias que al pobre escritor nunca se le ocurrieron.”[2] ¡Qué será de nosotros, lectores imaginativos, nada académicos aunque entusiastas! ¡Qué hacer ante quien, como Carlos Argentino Daneri sobre Paul Fort, nos dice que al príncipe de los poetas no lo alcanzará la más inficionada de nuestras saetas!

         Manos a la obra. Y lo haremos haciéndole caso a Martínez cuando nos dice, citando a Piglia, que “todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger poco a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina por revelar por completo en el final.”[3]

         Los autores (ambos ganadores del Premio Planeta) escribieron dos novelas contemporáneas (Martínez, 2011; Piglia, 2013). Las dos transcurren en un mismo escenario: el campus universitario estadounidense. En las dos –narradas en primera persona- se suscitan encuentros de índole sexual entre los protagonistas (en ambas, profesores) y sendas mujeres, que son fundamentales en la trama de superficie. En ambas los cuerpos de profesores anfitriones sostienen luchas más o menos soterradas. En las dos la trama subterránea es eminentemente política y contiene fuertes críticas a la sociedad estadounidense, bien que ambas se cuidan también de no caer en lugares comunes.

         Donde otro pondría: “y paremos de contar las coincidencias”, nosotros diremos: “Las dos novelas tienen esta enorme cantidad de coincidencias”. Y se sumarán otras más, bajo la forma de contrapuntos. Pero hagamos primero una mínima síntesis argumental.

         Yo también tuve una novia bisexual (2011) narra la historia de un profesor universitario argentino que en agosto de 2001 viaja a Redground, en el sureño estado de Georgia, a dar un curso. Allí se involucra con una alumna (una relación prohibida por el sexual harassment universitario), Jennifer Johnstone, su novia bisexual, y lo sorprenden los aviones contra las Torres Gemelas durante su estancia.

         El camino de Ida (2013) es la historia de otro profesor universitario muy conocido, el Emilio Renzi de las novelas de Piglia, que a mediados de los 90 también viaja a una universidad de Nueva Jersey a dar un curso, y se involucra –más respetuoso de las reglas- con una colega profesora, Ida Brown, que quizás también fuera bisexual, aunque es indudablemente promiscua y discreta. Ida muere y la investigación de esa muerte parece conducir, por algunos caminos, a Thomas Munk, un alter ego de Ted Kaczynski, el célebre Unabomber.

         Pero Yo también… pretende algo más. Es, en realidad, el pretexto para otras cosas de más vuelo que roces eróticos o aviones estrellándose contra el Pentágono. La novela quiere exponernos, también, la teoría “de los refinamientos dicotómicos”, una teoría filosófico-lógico-estética que esbozaremos un poco más adelante. En los agradecimientos, el primero está dedicado “A Tzvetan Todorov, por una conversación iluminadora en Buenos Aires sobre su libro Crítica de la crítica, y por su generosa disposición para escuchar sobre la teoría de los «refinamientos dicotómicos» que se expone en la novela.” (pág. 219 y previa cita de pág. 132.)

         He aquí una de las muchas coincidencias entre las novelas, que resaltaremos además de las más ostensibles de los primeros párrafos. En El camino… nos encontramos con una afirmación: “El Manifiesto practicaba la crítica de la crítica crítica y no parecía dispuesto a imaginar una alternativa social. En eso era tolstoiano.” (pág. 162). El mentado Manifiesto es el de Thomas Munk. Vale decir: a la doble negación de una, se opone la negación de la negación en la otra, que vuelve a afirmar, completando la tríada dialéctica. En eso es hegeliano.

         Desde ya que no fue esta la primera señal de diálogo entre ambas novelas que encontramos, pero nos sirve para mostrar otras. Hay otra absoluta coincidencia: “Nada termina bien en las buenas novelas, Emilio, dijo Nina” (El camino… pág. 164) y “los finales felices estaban terminantemente prohibidos en las actas de la novela contemporánea” (Yo también… pág. 205). Y también algunos retruécanos, como los coloridos apellidos de las profesoras con quienes tienen que vérselas los protagonistas: Emilio Renzi, con Ida Brown, y el de Yo también… con Rachel Green, una entusiasta militante contra la segregación racial que necesita su voto en un consejo de profesores. Y de la profusa cita de diversos autores que ambos profesores de letras realizan en sus respectivos cursos, tras prolijo confronte sólo hemos podido dar con el de Alfred Jarry (págs. 199 de Yo también… y 262 de El camino…), reticencia que parece adrede para oponernos sendos cánones. (¿Con un escritor del absurdo como intersección?)

         Ahora penetremos en ciertas cuestiones morales que nos ofrecen las dos novelas. Ello nos obliga, de una buena vez, a referirnos a la mentada teoría de los refinamientos dicotómicos. Citamos textuales algunos de sus pilares: “Toda crítica valorativa puede reducirse a una sucesión de términos en pares dicotómicos, de los que el crítico escoge –o ya escogió a priori- uno o su opuesto según su preferencia, su formación, su prejuicio” (pág. 125 de Yo también…) “Cualquiera sea la afirmación de un término y sus razones no pueden considerarse menos válidas las razones del término opuesto.” (pág. 122). O, citando una conversación de Bénichou con Todorov: “Usted tiene razón en decir que articulo antinomias, pero es después de haberlas constatado, o para decirlo mejor, experimentado” (pág. 132). Y estos pilares se unen en un momento culminante de la praxis: “En vez de la práctica habitual frente a las antinomias: lo uno o lo otro, la elección de bando, las escuelas críticas contrapuestas, la argumentación ofensiva-defensiva, la antinomia es mucho más reveladora -y productiva- en el momento de vacilación (…) cuando los dos términos opuestos conviven a la vez con toda su tensión en la misma mente (como contradicción, como incoherencia, como crisis de postulados que se tenían por firmes…)” (págs. 132/133).

         Vale decir que en Yo también… encontramos las herramientas necesarias para desplegar una ética ante sendos dilemas morales. Y podríamos decir que ambas novelas coinciden en permitir que el lector (¡oh!) complete la obra literaria con su elección moral. Porque entre la tensión (acotamos: absurda) entre la rígida moral sexual del Estado de Georgia y la amoralidad política que les permite a esos estadounidenses ilustrados de clase media sintetizar que el derribo de las Torres Gemelas obedece a “envidia de todo lo que logró nuestro país” el lector tiene que realizar su elección moral, o establecer algún par dicotómico para cada término. Y lo mismo nos ocurre cuando en el Manifiesto, (El camino… pág. 158), Thomas Munk nos ofrece una sucinta pero no menos realista justificación de por qué “Para difundir nuestro mensaje con alguna probabilidad de tener un efecto duradero tuvimos que matar a algunas personas”. Convengamos que la elección moral que aquí se nos propone es más sofisticada, porque aunque pueda aterrar que resulte necesario matar a algunas personas para tener efecto duradero con un mensaje, es absolutamente cierto lo que ofrece Munk de justificación: “si no hubiéramos cometido algunos actos de violencia y hubiéramos enviado el presente escrito a un editor, probablemente no habríamos conseguido que lo publicaran. Si lo hubiese aceptado y publicado, probablemente no habría tenido muchos lectores porque es más interesante la diversión propuesta por los media que leer un ensayo serio. Pero si este escrito hubiese tenido muchos lectores, la mayor parte de ellos lo habría rápidamente olvidado vista la masa de material con que los medios inundan nuestra mente.”

         A la vista de ambos textos literarios, nos acontece una auténtica vacilación ante este “tuvimos que matar a algunas personas”, en contraposición a la bastante más llana tensión entre las transgresiones al sexual harassment y la mortal candidez moral de la civilizada secretaria yanqui (en la novela se llama Bárbara), que sólo puede ver envidia en lo que es efecto de una compleja política imperial. [4] Hasta se nos antoja que una novela le dice a la otra: “a mi no me hace falta vulnerar ningún sexual harassment para escribir una novela, porque en la mía mantenemos el comercio sexual entre profesores”. Y la misma novela –copetines mediante- se envalentona más, diciéndole a la otra: “¿Vos estás de vuelta? Yo estoy de ida”. Y le opone una amante open-minded a una simple novia bisexual. Hasta podemos aventurar que si en Yo también… se plantea el desafío estético de una novela que no fuera atrapada por el centenar de pares dicotómicos conocidos hasta ahora (pág. 170), El camino… le grita (sirva otra vuelta, mozo): “¿Te creés que vos sos esa novela? ¿Y si lo soy yo?” Casi vemos que parece estarle “anticipando que ese era su terreno y que no me convenía entrar ahí” (El camino… pág. 20).

         En todo caso, ambas novelas nos proponen sendas miradas de la sociedad estadounidense: la sociedad ante sí misma, mirada desde afuera (Yo también…) y la misma sociedad mirada desde adentro (El camino…). Una explosión y una implosión. Lo cual no es una diferencia, sino una más de tantas coincidencias, como esta otra: nunca nos obligan a elegir un bando.

         No hicimos más que cumplir con un mandato: “a inclinarse otra vez hacia el texto para releer.”[5] Y en confiar en que “Un libro en sí mismo, aislado, no significa nada. Hacía falta un lector capaz de establecer el nexo y reponer el contexto”. Porque “usted habría debido inferir, como haría un plagiario, la posibilidad de que alguien por azar, al estar justo leyendo ese libro, podía descubrir la conexión.” [6] Y nos place mucho cuando la realidad se ajusta a nuestros descubrimientos, créanos.[7] Y se nos presenta otra vez El camino…, diciéndonos: “¿No es notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? No era la realidad la que permitía comprender una novela, era una novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible” (pág. 231).

         “El problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción.”[8]

         Ese siempre es un camino de ida.

Daniel Ortiz



[1] Este artículo data de 2014 y fue publicado en el boletín digital de la Biblioteca Popular Sudestada de julio de ese año.
[2] Guillermo Martinez, La fórmula de la inmortalidad, Buenos Aires, Seix Barral, 1era. edición, 2005, pág. 10
[3] Op. cit., pág. 78. Aunque a renglón seguido Martínez relativiza la cita de Piglia adjudicándole el germen de la idea a Borges. Lo cual confirma nuestra tesis, expresada en la nota -en prensa- Borges, como el peronismo (con la expresión nada académica de que “no hay escritor argentino sin su Borges atravesado como la fatalidad de un empalamiento.”)
[4] Recomendamos la lectura del capítulo “Sobre el 11 de septiembre”, en Guillermo Martinez, La fórmula de la inmortalidad, ya citado, págs. 25 a 32, escrito por su autor para ser leído en septiembre de 2002 en Iowa, EEUU.
[5] Yo también… (pág. 133).
[6] El camino… (pág. 281)
[7] No hablamos en plural porque seamos muchos, sino por darnos valor guareciéndonos en la horda, aún siendo uno.
[8] El camino… (pág. 280)

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