Trigorin: ¡Pero si hay
lugar para todos, lo mismo
para los nuevos que para los viejos!
¿Por qué tiene
que empujar, entonces?
(Chejov, La gaviota)
A
|
utores
habituados a ser muy leídos, ensayaremos la relectura de dos textos de ambos (El
camino de Ida y Yo también tuve una novia bisexual),
haciéndolos dialogar (a los textos, claro). Asumiendo con estoicismo los riesgos
de acometer una novela de Piglia, autor de libros tan fundamentales como La
ciudad ausente o Respiración
artificial; en nuestro parecer, el mayor autor nacional vivo[1]. Un sujeto distante,
venido de la academia, que al fin ha resultado ser tan claro y ameno charlista
en esas clases memorables sobre Borges que nos prodigó la televisión pública. Y
asumiendo también los riesgos de entrometernos con la obra de un buen autor de
la generación intermedia como es Martínez, que despliega una cierta
clarividencia a la hora de repeler críticas: “(…) el lugar común tan extendido de que es el lector quien completa la
obra literaria. Pero un lector puede simplemente no estar preparado para
enfrentar a un determinado autor (…) La versión que logre asimilar de lo leído
será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si esto parece un poco
elitista, baste pensar que suele suceder también exactamente el caso inverso,
cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza sobre el
texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias que al
pobre escritor nunca se le ocurrieron.”[2] ¡Qué será de nosotros, lectores imaginativos, nada académicos
aunque entusiastas! ¡Qué hacer ante quien, como Carlos Argentino Daneri sobre
Paul Fort, nos dice que al príncipe de los poetas no lo alcanzará la más
inficionada de nuestras saetas!
Manos a la obra. Y lo haremos haciéndole
caso a Martínez cuando nos dice, citando a Piglia, que “todo cuento es la articulación de dos historias, una que se cuenta
sobre la superficie y otra subterránea, secreta, que el escritor hace emerger
poco a poco durante el transcurso del cuento y sólo termina por revelar por
completo en el final.”[3]
Los autores (ambos ganadores del Premio
Planeta) escribieron dos novelas contemporáneas (Martínez, 2011; Piglia, 2013).
Las dos transcurren en un mismo escenario: el campus universitario estadounidense. En las dos –narradas en
primera persona- se suscitan encuentros de índole sexual entre los
protagonistas (en ambas, profesores) y sendas mujeres, que son fundamentales en
la trama de superficie. En ambas los
cuerpos de profesores anfitriones sostienen luchas más o menos soterradas. En las
dos la trama subterránea es
eminentemente política y contiene fuertes críticas a la sociedad
estadounidense, bien que ambas se cuidan también de no caer en lugares comunes.
Donde otro pondría: “y paremos de contar las coincidencias”,
nosotros diremos: “Las dos novelas tienen
esta enorme cantidad de coincidencias”. Y se sumarán otras más, bajo la
forma de contrapuntos. Pero hagamos primero una mínima síntesis argumental.
Yo también tuve una novia bisexual
(2011) narra la historia de un profesor universitario argentino que en agosto
de 2001 viaja a Redground, en el sureño estado de Georgia, a dar un curso. Allí
se involucra con una alumna (una relación prohibida por el sexual harassment universitario), Jennifer Johnstone, su novia bisexual, y lo sorprenden los
aviones contra las Torres Gemelas durante su estancia.
El camino de Ida (2013) es la
historia de otro profesor universitario muy conocido, el Emilio Renzi de las
novelas de Piglia, que a mediados de los 90 también viaja a una universidad de
Nueva Jersey a dar un curso, y se involucra –más respetuoso de las reglas- con
una colega profesora, Ida Brown, que quizás también fuera bisexual, aunque es indudablemente
promiscua y discreta. Ida muere y la investigación de esa muerte parece
conducir, por algunos caminos, a Thomas Munk, un alter ego de Ted Kaczynski, el
célebre Unabomber.
Pero Yo también… pretende algo
más. Es, en realidad, el pretexto para otras cosas de más vuelo que roces
eróticos o aviones estrellándose contra el Pentágono. La novela quiere
exponernos, también, la teoría “de los
refinamientos dicotómicos”, una teoría filosófico-lógico-estética que esbozaremos
un poco más adelante. En los agradecimientos, el primero está dedicado “A Tzvetan Todorov, por una conversación
iluminadora en Buenos Aires sobre su libro Crítica de la crítica, y por su generosa disposición para
escuchar sobre la teoría de los «refinamientos dicotómicos» que se expone en la
novela.” (pág. 219 y previa cita de pág. 132.)
He aquí una de las muchas coincidencias
entre las novelas, que resaltaremos además de las más ostensibles de los
primeros párrafos. En El camino… nos encontramos con una
afirmación: “El Manifiesto practicaba la crítica de la crítica crítica
y no parecía dispuesto a imaginar una alternativa social. En eso era
tolstoiano.” (pág. 162). El mentado Manifiesto es el de Thomas Munk. Vale
decir: a la doble negación de una, se opone la negación de la negación en la
otra, que vuelve a afirmar, completando la tríada dialéctica. En eso es
hegeliano.
Desde ya que no fue esta la primera
señal de diálogo entre ambas novelas que encontramos, pero nos sirve para
mostrar otras. Hay otra absoluta coincidencia: “Nada termina bien en las buenas novelas, Emilio, dijo Nina” (El
camino… pág. 164) y “los finales
felices estaban terminantemente prohibidos en las actas de la novela
contemporánea” (Yo también… pág. 205). Y también algunos retruécanos, como los
coloridos apellidos de las profesoras con quienes tienen que vérselas los
protagonistas: Emilio Renzi, con Ida Brown, y el de Yo también… con Rachel
Green, una entusiasta militante contra la segregación racial que necesita su
voto en un consejo de profesores. Y de la profusa cita de diversos autores que
ambos profesores de letras realizan en sus respectivos cursos, tras prolijo
confronte sólo hemos podido dar con el de Alfred Jarry (págs. 199 de Yo
también… y 262 de El camino…), reticencia que parece
adrede para oponernos sendos cánones. (¿Con un escritor del absurdo como
intersección?)
Ahora penetremos en ciertas cuestiones
morales que nos ofrecen las dos novelas. Ello nos obliga, de una buena vez, a
referirnos a la mentada teoría de los refinamientos dicotómicos. Citamos
textuales algunos de sus pilares: “Toda
crítica valorativa puede reducirse a una sucesión de términos en pares
dicotómicos, de los que el crítico escoge –o ya escogió a priori- uno o su
opuesto según su preferencia, su formación, su prejuicio” (pág. 125 de Yo
también…) “Cualquiera sea la
afirmación de un término y sus razones no pueden considerarse menos válidas las
razones del término opuesto.” (pág. 122). O, citando una conversación de Bénichou
con Todorov: “Usted tiene razón en decir
que articulo antinomias, pero es después de haberlas constatado, o para decirlo
mejor, experimentado” (pág. 132). Y estos pilares se unen en un momento
culminante de la praxis: “En vez de la
práctica habitual frente a las antinomias: lo uno o lo otro, la elección de
bando, las escuelas críticas contrapuestas, la argumentación ofensiva-defensiva,
la antinomia es mucho más reveladora -y productiva- en el momento de vacilación
(…) cuando los dos términos opuestos conviven a la vez con toda su tensión en
la misma mente (como contradicción, como incoherencia, como crisis de
postulados que se tenían por firmes…)” (págs. 132/133).
Vale decir que en Yo también… encontramos
las herramientas necesarias para desplegar una ética ante sendos dilemas
morales. Y podríamos decir que ambas novelas coinciden en permitir que el
lector (¡oh!) complete la obra literaria
con su elección moral. Porque entre la tensión (acotamos: absurda) entre la
rígida moral sexual del Estado de Georgia y la amoralidad política que les
permite a esos estadounidenses ilustrados de clase media sintetizar que el
derribo de las Torres Gemelas obedece a “envidia
de todo lo que logró nuestro país” el lector tiene que realizar su elección
moral, o establecer algún par dicotómico para cada término. Y lo mismo nos
ocurre cuando en el Manifiesto, (El camino… pág. 158), Thomas Munk
nos ofrece una sucinta pero no menos realista justificación de por qué “Para difundir nuestro mensaje con alguna
probabilidad de tener un efecto duradero tuvimos que matar a algunas personas”.
Convengamos que la elección moral que aquí se nos propone es más sofisticada,
porque aunque pueda aterrar que resulte necesario matar a algunas personas para
tener efecto duradero con un mensaje, es absolutamente cierto lo que ofrece
Munk de justificación: “si no hubiéramos
cometido algunos actos de violencia y hubiéramos enviado el presente escrito a
un editor, probablemente no habríamos conseguido que lo publicaran. Si lo
hubiese aceptado y publicado, probablemente no habría tenido muchos lectores
porque es más interesante la diversión propuesta por los media que leer un ensayo serio. Pero si este
escrito hubiese tenido muchos lectores, la mayor parte de ellos lo habría
rápidamente olvidado vista la masa de material con que los medios inundan
nuestra mente.”
A la vista de ambos textos literarios,
nos acontece una auténtica vacilación ante este “tuvimos que matar a algunas personas”, en contraposición a la
bastante más llana tensión entre las transgresiones al sexual harassment y la mortal candidez moral de la civilizada secretaria
yanqui (en la novela se llama Bárbara),
que sólo puede ver envidia en lo que es efecto de una compleja política
imperial. [4] Hasta se nos antoja que
una novela le dice a la otra: “a mi no me
hace falta vulnerar ningún sexual harassment para escribir una novela, porque
en la mía mantenemos el comercio sexual entre profesores”. Y la misma
novela –copetines mediante- se envalentona más, diciéndole a la otra: “¿Vos estás de vuelta? Yo estoy de ida”. Y
le opone una amante open-minded a una
simple novia bisexual. Hasta podemos
aventurar que si en Yo también… se plantea el desafío estético de una novela que no
fuera atrapada por el centenar de pares dicotómicos conocidos hasta ahora (pág.
170), El camino… le grita (sirva otra vuelta, mozo): “¿Te creés que vos sos esa novela? ¿Y si lo
soy yo?” Casi vemos que parece estarle “anticipando
que ese era su terreno y que no me convenía entrar ahí” (El
camino… pág. 20).
En todo caso, ambas novelas nos
proponen sendas miradas de la sociedad estadounidense: la sociedad ante sí misma,
mirada desde afuera (Yo también…) y la misma sociedad
mirada desde adentro (El camino…). Una explosión y una
implosión. Lo cual no es una diferencia, sino una más de tantas coincidencias,
como esta otra: nunca nos obligan a elegir un bando.
No hicimos más que cumplir con un
mandato: “a inclinarse otra vez hacia el
texto para releer.”[5] Y
en confiar en que “Un libro en sí mismo,
aislado, no significa nada. Hacía falta un lector capaz de establecer el nexo y
reponer el contexto”. Porque “usted
habría debido inferir, como haría un plagiario, la posibilidad de que alguien
por azar, al estar justo leyendo ese libro, podía descubrir la conexión.” [6]
Y nos place mucho cuando la realidad se ajusta a nuestros descubrimientos,
créanos.[7] Y se nos presenta otra vez
El
camino…, diciéndonos: “¿No es
notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto
se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? No era
la realidad la que permitía comprender una novela, era una novela la que daba a
entender una realidad que durante años había sido incomprensible” (pág.
231).
“El
problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción.”[8]
Ese siempre es un camino de ida.
Daniel Ortiz
[1] Este
artículo data de 2014 y fue publicado en el boletín digital de la Biblioteca
Popular Sudestada de julio de ese año.
[2] Guillermo
Martinez, La fórmula de la inmortalidad,
Buenos Aires, Seix Barral, 1era. edición, 2005, pág. 10
[3] Op. cit., pág.
78. Aunque a renglón seguido Martínez relativiza la cita de Piglia
adjudicándole el germen de la idea a Borges. Lo cual confirma nuestra tesis,
expresada en la nota -en prensa- Borges,
como el peronismo (con la expresión nada académica de que “no hay escritor argentino sin su Borges
atravesado como la fatalidad de un empalamiento.”)
[4] Recomendamos la
lectura del capítulo “Sobre el 11 de
septiembre”, en Guillermo Martinez, La
fórmula de la inmortalidad, ya citado, págs. 25 a 32, escrito por su autor
para ser leído en septiembre de 2002 en Iowa, EEUU.
[7] No
hablamos en plural porque seamos muchos, sino por darnos valor guareciéndonos
en la horda, aún siendo uno.
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